jueves, 9 de mayo de 2019

La marcha por la ciencia 2019

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
9 de mayo de 2019
A Carolina Santillán y Edilberto Peña. ¡Gracias! 

El pasado sábado 4 de mayo tuvo lugar, en la ciudad de México la tercera Marcha por la Ciencia.

No sólo ahí, claro. También en varias otras ciudades del país, como Guadalajara, San Luis Potosí, Cuernavaca, Morelia, Irapuato, Puebla y Xalapa. Y asimismo en numerosas ciudades de los Estados Unidos y del mundo. Unas 100 en todo el planeta.

Si bien la marcha se originó hace dos años en Estados Unidos como una respuesta a las políticas anticientíficas de Donald Trump –que hacen ver a George W. Bush como un culto mecenas de la ciencia–, se convirtió inmediatamente en un movimiento mundial.

Cada país y cada región, además defender las causas comunes –el valor intrínseco y práctico de la investigación científica y tecnológica, su papel indispensable para el desarrollo y bienestar de las naciones y sus ciudadanos, la necesidad de una inversión y apoyo suficiente en esas áreas, el combate a creencias dañinas y carentes de fundamento científico como el negacionismo del cambio climático o el movimiento antivacunas– le añade también su sabor local, promoviendo causas particulares a sus circunstancias.

En la Ciudad de México, este año, marchamos unas mil 500 personas, en un ambiente festivo, relajado y, por fortuna, relativamente poco politizado (las estimaciones varían entre 700 y 5,000, y se complican porque la cantidad de gente también variaba dependiendo de la hora en que contara). Menos que el primer año; más que el año pasado.

Pero por supuesto, los complicados momentos que vivimos en México, en lo político, lo económico y lo ideológico, motivaron a diversos grupos e individuos a llevar pancartas y consignas mucho más específicas a la realidad nacional.

Algunos para oponerse abiertamente a los recortes en el presupuesto público en ciencia y tecnología, producto de una política de “austeridad republicana” (sigo preguntándome que significado puede tener, en este contexto, el innecesario adjetivo), que no tendría que hacer en el campo de la ciencia y la tecnología, siempre tan castigado, y que contradice las promesas del presidente López Obrador en campaña.

Otros para protestar contra puntos específicos de las políticas impuestas por la actual dirección general del Conacyt, que van desde cambiarle el nombre añadiéndole una H –“¿Chonacyt?”, se pregunta en tuiter, socarronamente, la astrónoma Julieta Fierro– “para incluir a las humanidades” –que siempre han estado incluidas–, hasta cancelar programas exitosos o importantísimos, escatimar fondos para apoyar a instituciones vitales en el sistema científico-tecnológico y su relación con la sociedad (Academia Mexicana de Ciencias, sociedades científicas…) o la pretensión de incluir el llamado “conocimiento tradicional de los pueblos” como parte de la esfera de acción del Conacyt, que por definición es la ciencia.

Otros más, para pedir más apoyo a instituciones de formación o investigación científica, como la Universidad Autónoma Metropolitana (en ese momento todavía en huelga), los Institutos Nacionales de Salud y Hospitales de Alta Especialidad (cuyos investigadores están contratados como burócratas, no como académicos, y que en conjunto ocupan el segundo lugar en producción científica – artículos científicos en revistas internacionales arbitradas– en México, sólo detrás de la propia UNAM), los Centros de Investigación Conacyt y otros.

En la marcha estuvieron investigadores destacados de la talla del biólogo evolutivo y especialista en origen de la vida Antonio Lazcano; el físico Gerardo Herrera Corral, líder del equipo mexicano que participa en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN Europeo (quien, por cierto, cargó durante la marcha un grueso y simbólico libro: Física cuántica)toda ; el ecólogo Rodrigo Medellín, famoso, además de su investigación, por su activismo a favor de murciélagos y jaguares, entre otras especies amenazadas; el notable especialista en comportamiento animal Hugh Drummond; la doctora Ana Flisser, experta en cisticercosis; Ana Sofía Varela, joven doctora en química galardonada por la UNESCO, y otros más. Además, por supuesto, de muchos otros investigadores, trabajadores y profesores científicos, además de entusiastas estudiantes de licenciatura y posgrado en ciencias naturales, sociales y médicas.

Y también periodistas científicos y comunicadores de la ciencia, como quien escribe y como Antimio Cruz, quien en su lúcido relato en el periódico Crónica menciona cómo se reunieron grupos provenientes de la propia UAM, la UNAM, el IPN, el Cinvestav, los ya mencionados Institutos Nacionales de Salud, el INAH, el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua, el de Investigaciones Nucleares y el de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias, entre otros, así como estudiantes de universidades privadas como la del Valle de México y la Iberoamericana, e incluso un pequeño pero chispeante contingente de científicos gays. Y entre todos corearon goyas, huélums, y consignas como “¡Más posgrados, menos diputados!”, “¡Más doctores, menos senadores!”, “¡Ciencia sí, recortes no! ¡Becas sí, recortes no!”, y “¡México, escucha, la ciencia está en la lucha””

El contingente de la marcha fue relativamente pequeño. Pero, insisto, mayor que el del año pasado. Y aunque quedó opacado, al llegar al Zócalo, al confluir con la salida de la marcha en defensa de la despenalización de la mariguana, mucho más nutrida, y sobre todo por la marcha del día siguiente contra las políticas del actual gobierno (la fecha de la Marcha por la Ciencia fue decidida internacionalmente, y es la misma para todas las ciudades), no cabe duda de que esta tercera marcha refrenda un hecho claro. En México ya existe una porción de la población que está consciente de la importancia que la ciencia y la tecnología tienen para la vida y bienestar de los individuos, las familias, las naciones y el planeta. Y están dispuestos a defenderlas y exigir un mayor apoyo para ellas, más allá de ideologías, simulaciones y recortes.

Y eso, pese a todo, da esperanza.


Un regreso y una explicación

Desde septiembre de 2018, “La ciencia por gusto” dejó de publicarse en Milenio Diario, luego de 15 años ininterrumpidos.

Dicha salida que obedeció, ciertamente, a la crisis editorial, que finalmente llegó a México, y al sabido hecho de que, en revistas periódicos y noticiarios, lo primero que se recorta es la ciencia. Pero también, aparentemente, a que, en su “reestructuración”, Milenio decidió prescindir preferentemente de columnistas críticos con el nuevo régimen político.

En mi última publicación en ese diario, anuncié mi intención de continuar publicando semanalmente esta columna en el blog del mismo nombre. Promesa que cumplí puntualmente, aunque con retraso, durante exactamente… dos semanas. Luego la vida, mi natural tendencia a postergar patológicamente y una depresión moderada le ganaron a mi poca fuerza de voluntad y mi honesto deseo de continuar.

Por ello, ofrezco una sincera disculpa a mis querid@s lectoras y lectores. Durante las aproximadamente 32 semanas transcurridas desde entonces, no ha habido un día en que no piense, con gran culpa, en retomar esta columna.

Dado que ayer, 8 de mayo, se cumplieron exactamente 16 años de que “La ciencia por gusto” comenzó a publicarse en Milenio (luego de haber comenzado, entre 1998 y 2000, en el diario Crónica). decidí que el regreso a la actividad no podía esperar ni un día más. Se lo debía a ustedes y me lo debía a mí.

Lamento haber tomado estas largas, injustificadas y definitivamente no planeadas vacaciones. Y prometo hacer todo lo posible para volver a estar aquí, sin falla, cada miércoles, semana con semana (en tanto busco otro espacio en un medio impreso). Gracias por su paciencia y por seguirme leyendo. Se los agradezco más de lo que imaginan.

Martín Bonfil Olivera
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domingo, 23 de septiembre de 2018

El retorno de los brujos: charlatanería médica en el Congreso

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
23 de septiembre de 2018

Los charlatanes y estafadores han existido desde siempre. Y desde siempre ha habido quien esté dispuesto a creerles. Especialmente, personas que enfrentan inseguridades, temores, desgracias, enfermedades y otras situaciones de vulnerabilidad.

Pero la actual era de internet y redes sociales, y uno de sus productos, la epidemia de desinformación, fake news y ese extraño fenómeno des-civilizatorio que llamamos “posverdad”, han ocasionado una verdadera explosión de embusteros que buscan aprovecharse de la credulidad de los ciudadanos.

Entre ellos, probablemente los más despreciables, y al mismo tiempo los más peligrosos, son quienes venden terapias y tratamientos seudomédicos que falsamente prometen curar o prevenir las más diversas enfermedades, desde el catarro común o las alergias hasta el cáncer, pasando por el sida, el Alzhéimer o el lupus.

En España se ha desatado desde hace unos meses un intenso debate público, en el que participan autoridades, médicos, científicos, agrupaciones profesionales, comunicadores y por supuesto los propios laboratorios que venden este tipo de seudoterapias.

Según entiendo, todo parte de la decisión de la entonces Ministra de Sanidad, Dolors Montserrat, en abril de 2018, de permitir el registro sanitario de los más de 6 mil productos homeopáticos que se venden en España, con el objeto de permitir que se ofrezcan en farmacias como “medicamentos” (decisión que se entiende, en parte, debido a que por desgracia la Unión Europea tiene reglamentos que piden reconocer la existencia de este tipo de seudomedicinas).

Ante ello Carmen Montón, en ese momento Consejera de Sanitat de Valencia, protestó enérgicamente. Ella tenía claro que la homeopatía, como todo el resto de las “medicinas alternativas y complementarias”, es totalmente inútil desde el punto de vista terapéutico. (La diferencia por si tenía la duda, es que unas se usan en lugar de las terapias médicas legítimas, y otras “la complementan”.)

Montón afirmó que “Permitir que la homeopatía se venda en las farmacias como medicamento genera confusión y riesgo social, para la salud y para la economía de las personas”. Y tenía toda la razón. La venta de homeopatía y otras seudomedicinas en farmacias como si fueran medicamentos eficaces es nada menos que un fraude a la salud de los ciudadanos, que las autoridades no pueden avalar. Posteriormente, Montón fue nombrada Ministra de Sanidad en el gobierno del nuevo presidente español, Pedro Sánchez (su Ministro de Ciencia, Pedro Duque, es también un vehemente opositor de la homeopatía y otras seudomedicinas). Y aunque, debido a un escándalo relativo a un título de posgrado, Montón tuvo que renunciar a su cargo, la nueva Ministra de Sanidad española, María Luisa Carcedo, coincide en que “lo sensato sería que se le exigiera [a la homeopatía] lo mismo que a los medicamentos. El problema es el daño que puede hacer optar por una terapia alternativa que no ha demostrado evidencia científica”.

A decir verdad, en España y muchos otros países ­–entre ellos Inglaterra, Francia, Australia, Estados Unidos– se está discutiendo la necesidad de sacar a las “medicinas alternativas” de los sistemas de salud pública, informar a los ciudadanos de su nula efectividad terapéutica y hasta de su prohibición. En España la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas (APETP) ha presentado una demanda contra 62 médicos de Madrid y Valencia por tratar a pacientes con terapias seudocientíficas y vulnerar los códigos de conducta de sus respectivos Colegios Profesionales, al “levantar falsas esperanzas” y “perjudicar intencionadamente al paciente”. Porque los tratamientos “alternativos” no sólo dañan a los pacientes al hacerlos perder el tiempo sin recurrir a terapias realmente eficaces, o a abandonarlas una vez iniciadas, sino que a veces también los pueden perjudicar directamente (la herbolaria, por ejemplo, se halla entre las principales causas del daño hepático).

Por eso resulta tan preocupante que el pasado 17 de septiembre se haya realizado, en la Cámara de Diputados de nuestro país, el “Segundo Foro Internacional Integración de las Medicinas Tradicionales, Alternativas y Complementarias en los Sistemas de Salud”. Promovido por la diputada Lorena Cuellar Cisneros (del partido Morena, que tiene la mayoría en el Congreso), en dicho foro participaron diversos “especialistas” en seudoterapias reconocidamente inútiles, como el “tratamiento metabólico”, el ayurveda y hasta la “medicina cuántica” (hágame usted el favor).

Dichos invitados pertenecen a instituciones privadas de dudosa calidad y reputación, como la “Universidad (sic) Iberoamericana (resic) de Ciencias y Desarrollo Humano S.C.” (UNIBE; me pregunto si la prestigiada Universidad Iberoamericana no los habrá demandado por plagio de su nombre), que tiene un “Centro Universitario de Alternativas Médicas®” (sic con marca registrada) que promueve la “NATUROPATIA®” (recontrasic, con marca registrada, mayúsculas y sin acento en el original), o bien la “Sociedad para el Mejoramiento del Estilo y Calidad de Vida” (SIMEV), cuyos miembros al parecer practican disciplinas tan fraudulentas y desacreditadas como la astrología, la iridología, la “alimentación biocuántica”, la programación neurolingüística o los “elíxires aztecas” (cuya creadora, curiosamente, es argentina).

¿Por qué es alarmante la realización de un foro me seudomedicinas en el Congreso? Además de mostrar –una vez más– las inmensas lagunas en el conocimiento de nuestros representantes, porque el objetivo declarado del evento es, según reporta la oficina de Comunicación Social de la propia Cámara de Diputados, “sistematizar las bases científicas de estas disciplinas, para impulsar su reconocimiento oficial y, eventualmente, integrarlas al sistema de salud del país”.

En otras palabras, en un país como el nuestro, con un sistema de salud que presenta múltiples deficiencias y cuyos servicios son insuficientes para cubrir la creciente demanda, en vez de buscar la manera de ofrecer atención médica confiable y eficaz, basada en conocimiento médico y científico legítimo y verificado, ¡se pretende introducir terapias “alternativas” cuya ineficacia está más que demostrada! Yo diría que esto debería prender focos rojos en el Sector Salud, la comunidad médico-científica y entre los ciudadanos en general.

Porque no se trata de un evento aislado. De hecho, parece formar parte de una estrategia bien planeada, pues hace menos de un año, el 7 de noviembre de 2017, el diputado Roberto Alejandro Cañedo Jiménez, también de Morena, presentó una iniciativa de decreto para reformar los artículos 6o. y 93 de la Ley General de Salud, con el objeto de “impulsar el reconocimiento legal” de prácticas como el uso de “medicamentos a base de hierbas, la yoga, las técnicas de meditación, la hipnoterapia, el reiki, el tai chi” e “insertar el término ‘medicina alternativa’ en la Ley General de Salud [que, sorprendentemente, ya reconoce a la homeopatía, la acupuntura, la medicina tradicional indígena, la herbolaria y la quiropraxia], así como su integración en los sistemas de salud nacionales”.

¿Cómo se pretende justificar esta propuesta? Con argumentos como que “el sistema público de salud resulta insuficiente para cubrir la creciente demanda de atención médica” o que un 25.43% de la población del país “no cuenta con protección de ninguna institución o programa de seguridad social” (lo cual es cierto), así como apelando a la “libertad de elección de los usuarios que opten por la medicina alternativa y complementaria como forma de atender sus malestares físicos, emocionales y/o mentales” (lo cual es ya un sofisma intolerable: en aras de “respetar” la libertad de los ciudadanos para optar por tratamientos inútiles, ¿se les van a ofrecer éstos, poniendo en riesgo su salud?).

Cabe mencionar que, en un intento de parecer basada en un genuino espíritu científico, la iniciativa presentada por el diputado Cañedo indica que “La Secretaría de Salud y la Secretaría de Educación Pública generarán información sobre la eficacia terapéutica de la medicina alternativa y complementaria”. Lo cual es totalmente inútil: tal información ya existe, producto de numerosísimas investigaciones que se han llevado a cabo en todo el mundo, durante décadas, que se pueden consultar en la literatura médica y que confirman más allá de toda duda la total ineficacia terapéutica de todas las terapias mencionadas, y muchas más. (Si fueran eficaces, ya formarían parte de los sistemas de salud de todo el mundo, y las grandes compañías farmacéuticas se estarían enriqueciendo con ellas. Como dice el comediante, músico y librepensador australiano Tim Minchin en su genial poema Storm, “¿Sabes cómo se le llama a la medicina alternativa que demuestra ser eficaz? Medicina.”)

Por si fuera poco, la Secretaría de Salud, a través de su Dirección General de Planeación y Desarrollo en Salud, desarrolla al menos desde junio pasado una “Política Nacional de Medicinas Tradicionales, Alternativas y Complementarias en el Sistema Nacional de Salud”, que incluye una línea de acción para "Definir un cuadro básico de medicamentos homeopáticos para facilitar su adquisición, por servicios del Sistema Nacional de Salud”.

En otras palabras, parecería que hay una estrategia del actual gobierno para sustituir la medicina científica, basada en evidencia, por tratamientos carentes de eficacia pero eso sí, más baratos. Y, tomando en cuenta que las propuestas han sido apoyadas por Morena, y que el gobierno entrante, de ese partido, tiene el control del Congreso, no parece que la situación vaya a cambiar, sino al contrario: dicho proyecto podría recibir más impulso, en detrimento del derecho a la salud de millones de mexicanos.

¿Qué podemos hacer los especialistas en salud, las autoridades del ramo que conserven algo de responsabilidad profesional, los investigadores del área biomédica, los colegios de profesionales de la salud, las instituciones del sistema de salud, las universidades y organizaciones científicas, los comunicadores y los legisladores que sí entiendan la diferencia entre ciencia y seudociencia? No es tan difícil: en el caso de las medicinas tradicionales, fomentar su estudio para reducir los riesgos inherentes a su uso; en el de las “alternativas y complementarias”, asesorarse con especialistas y reconocer su carácter seudocientífico –ratificado por el consenso de la comunidad científica y médica global– y tomar las medidas pertinentes para excluirlas del sistema de salud pública. En última instancia, como ciudadanos todos, exigir al gobierno que nos proporcione el mejor servicio de salud posible, basado en el más reciente conocimiento médico basado en evidencia.

¿O vamos a dejar que nos den gato por liebre?

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domingo, 16 de septiembre de 2018

Recordando a Luis González de Alba

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
16 de septiembre de 2018

Me hubiera gustado publicar esta columna el 2 de octubre, cuando se cumplirán exactamente dos años de la muerte de Luis González de Alba.

Pero faltan varias semanas para eso, y prefiero hablar hoy del libro dedicado a él, Luis González de Alba, un hombre libre, que coordinó Rogelio Villarreal, quien amablemente me invitó a colaborar con un texto sobre la actividad de Luis como divulgador científico. Como recientemente tuve, además, el honor de participar en la presentación del mismo, junto con Ivabelle Arroyo y Adrián González de Alba Cortés, aprovecho para compartir algunas de las ideas que expuse ese día.

Pero hay otro motivo: “La ciencia por gusto” había ocupado desde la muerte de Luis el espacio dominical del periódico Milenio Diario que correspondiera durante tantos años a su propia columna de divulgación científica, “Se descubrió que…”. Como ésta es la primera entrega que ya no aparecerá en ese diario, creo que dedicarla a González de Alba es un mínimo homenaje a él y al espacio de ciencia que defendió, y que hoy ya no existe en la edición dominical de Milenio.

Una de las paradojas de querer hablar de una persona como Luis González de Alba es que al tratar de definirlo, cualquier intento se queda corto. Incluyendo la frase que encabeza el libro, “un hombre libre“. Por supuesto, Luis lo fue: muchos de los autores coinciden en describirlo como “uno de los hombres más libres que conocieron”. Pero fue también muchas otras cosas. Fue un hombre libre, pero no sólo fue un hombre libre. Fue, sin duda, también un destacado intelectual –aunque ajeno siempre a la élite oficial–, pero no sólo fue un intelectual. Fue uno de los principales líderes del movimiento estudiantil del 68, pero no fue sólo eso; fue comerciante, activista, columnista, hedonista, poeta, novelista, melómano y hasta músico… todas esas cosas y muchas más, pero ninguna lo define. Sólo el conjunto completo –y ni siquiera eso, seguramente– logra darnos una idea del tipo de persona que fue.

De ahí lo oportuno y lo valioso del libro, editado por Tedium Vitae, y que se puede encontrar en buenas librerías y también puede pedir por internet o comprar como e-book. Consta de 42 textos breves escritos por 30 autores, con profesiones diversas: periodistas, escritores, investigadores y divulgadores científicos, activistas, músicos... Está dividido en seis secciones que, por sí mismas, revelan ya el amplio abanico de los intereses y habilidades del homenajeado: “el amigo”, “1968”, “los libros”, “el divulgador de la ciencia”, “el músico” y “Fundasida”. No en balde Villarreal eligió como título de su texto introductorio la frase “Nada humano me es ajeno”.


Al leerlo, lo primero que descubrí es lo poco que yo conocía realimente sobre Luis González de Alba. Yo creía conocerlo, sobre todo porque, además de sus libros y su trayectoria, traté de leer todo lo que publicó a su muerte. Pero leyendo este libro me di cuenta de que el universo González de Alba es mucho más amplio de lo que yo siempre había imaginado.

No hay espacio aquí para reseñar las tantísimas anécdotas y facetas de la vida de González de Alba que se relatan en cada uno de los textos. Pero quizá uno de los que más me gustaron fue el escrito por su sobrino Adrián, quizá la persona más cercana a Luis: "Barquitos de papel", un entrañable relato del que agradezco los muchos detalles que nos permiten ver facetas personalísimas de su tío. Como esa descripción escalofriante de uno de los infames ataques de vértigo que sufría, que lo dejó tirado en el baño, vomitando e indefenso. Fue ese vértigo familiar e incurable uno de los factores que lo llevaron a tomar la decisión de quitarse la vida, antes de sufrir más deterioro.

Me impresionó también, en el texto de Rafael Pérez Gay, su editor en los últimos años, la descripción  de cómo Luis pasó sus últimos días terminando meticulosa y concienzudamente todos sus pendientes, con prisa pero con calma, sin decirle a nadie su intención de suicidarse, pero dejando todo en orden.

Hay también quien señalaba que su narrativa llegaba a ser cursi. Yo podría estar de acuerdo, pero no sin señalar que lo cursi es también un componente indispensable del amor y hasta del sexo, y que sus novelas –parte ficción, parte autobiografía– formaron parte importante de mi formación emocional. En mi opinión, son testimonios equiparables a relatos autobiográficos o testimoniales como La estatua de sal, de Salvador Novo, Una vida no/velada, de Elías Nandino o El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata.

Respecto a su faceta como divulgador científico, que es la que justifica esta columna, insisto en lo que ya escribí en mi capítulo en el libro (“Luis, la ciencia y la calle”): González de Alba es uno de los grandes pioneros de la divulgación científica contemporánea en México. Su labor de divulgación en medios impresos es comparable con, y muchas veces superior a –si no por calidad, sí por constancia y trayectoria– la de otros miembros de su generación como Marcelino Perelló, Shahen Hacyan, Cinna Lomnitz, Mauricio-José Schwarz y Javier Flores. Suelo usar textos suyos en mis cursos sobre cómo escribir divulgación científica, en gran parte por la calidad de su prosa, que además de rigurosa y clara, atractiva, eficaz y contundente, mostraba también una constante búsqueda por innovar las maneras de escribir de ciencia, haciendo uso de los recursos literarios.

Siguiendo un poco el espíritu contestatario y provocador de Luis, no quiero hacer sólo su elogio, sino también mencionar que su compleja personalidad tenía aspectos difíciles. Entre ellos sus “toques de mal humor“, que menciona Rafael Pérez Gay, su terquedad, su conocida personalidad gruñona, y su –para mí– bastante evidente carácter obsesivo (que comparto en cierta medida), y que Luis lograba siempre convertir en algo provechoso, al señalar errores, imprecisiones, ambigüedades e incongruencias en las ideas o los escritos de los demás. (Yo mismo llegué a ser víctima de sus puntillosas correcciones por alguna de las columnas que en ese entonces publicaba los miércoles en Milenio, aunque afortunadamente no más de dos o tres veces.)

En resumen, Luis González de Alba, un hombre libre es un libro valioso y disfrutable que permite conocer un poco más a este hombre múltiple, polémico y admirable que, como dice Ivabelle Arroyo en su texto, "a veces no tuvo la verdad, pero siempre tuvo la razón", y poder así recordarlo más honrosamente. Enhorabuena.

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domingo, 2 de septiembre de 2018

La triste historia de la vaquita marina (y una despedida)

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de septiembre de 2018

Sin duda usted ha oído hablar de la vaquita marina.

Es uno de los mamíferos marinos más carismáticos, al menos para los mexicanos, pues es endémico de nuestro país (es decir, no se halla en ningún otro sitio en el mundo). Tiene además características físicas que lo hacen adorable: su tamaño, más pequeño que el de un delfín (los adultos miden de metro y medio a dos metros, y llegan a pesar unos 135 kilos); su cuerpo regordete pero de proporciones armoniosas, y sobre todo su dulce rostro, con manchas negras rodeando los ojos que recuerdan un coqueto maquillaje, y alrededor de la boca, que hacen parecer que nos manda un besito.

Curiosamente este cetáceo, el más pequeño del mundo –es pariente, sí, de las ballenas, pero es más cercano a los delfines (la diferencia es que las ballenas tienen barbas, y los delfines y las marsopas –grupo al que pertenece la vaquita– tienen dientes)–, era desconocido hasta hace sólo 60 años, cuando fue descubierto por biólogos marinos estadounidenses en el Mar de Cortés, en la costa de Baja California.

Se calcula que la especie, cuyo nombre científico es Phocoena sinus, existe desde hace unos 3 millones de años, y actualmente su hábitat está restringido a una zona relativamente pequeña en la esquina noroeste del Mar de Cortés. Entre otras características interesantes, la vaquita marina, que normalmente llega a vivir unos 25 años, cuenta como sus primos los delfines con un sentido de ecolocalización similar al de los murciélagos, que le permite comunicarse, navegar y detectar a sus presas.

La desgracia de la vaquita es que convive con otra especie muy codiciada: la totoaba, un pez cuyo buche o vejiga natatoria es considerada un manjar en la cocina china, donde simboliza la fortuna y la salud, por lo que se consume en bodas, cumpleaños y fiestas de fin de año. La pesca de totoaba ha aumentado tan tremendamente que la ha llevado al borde de la extinción (la especie es también endémica del Mar de Cortés, y se la clasifica como “en peligro crítico”, aunque, al no ser carismática, nadie parece preocuparse demasiado por su desaparición: ni siquiera los chinos que la consumen). Consecuentemente, su precio ha aumentado al grado de ser comparable al de la cocaína (se la ha llamado “la cocaína acuática”).

Esto hace que, a pesar de vedas y prohibiciones, y de la siempre insuficiente vigilancia de las autoridades, los pescadores furtivos posean amplios recursos para seguirla pescando.

Y he ahí el problema, porque para pescar totoaba se utilizan redes de enmalle o “agalleras” de nailon, que se fijan al suelo marino como una pared. Las totoabas, al toparse con ella, quedan atrapadas por las agallas. Pero también pueden enredarse ahí otras especies de peces, incluyendo tiburones, e incluso mamíferos como delfines y, para su desgracia, la vaquita marina. Y peor: muchas veces las redes abandonadas por los pescadores permanecen fijas, o bien se sueltan y convierten en “redes fantasma” que siguen atrapando peces y mamíferos marinos. Y como son de nailon, pueden durar años sin descomponerse.

Debido a ello, se estima que de 2011 a la fecha los pescadores furtivos han exterminado al 90% de las vaquitas (cuya población probablemente ya era pequeña para empezar). Se calcula que en 1997 había unos 567 ejemplares; para 2008, la población había disminuido a menos de la mitad, 245. Para 2014 quedaban apenas unas 97, y en marzo de 2018 sólo había unas 30 (hoy, quizá no más de 12).

Aunque los biólogos opinan que, para todo fin práctico, la especie ya está “funcionalmente extinta”, en los últimos años científicos, ambientalistas y el gobierno mexicano hicieron esfuerzos, insuficientes y tardíos, para rescatarla. Desde tomar muestras de tejido para desarrollar líneas celulares que se mantendrán en congelación profunda, lo que algún día podría permitir clonarla (aunque esto no permitiría revivir la especie, pues no tendría la diversidad genética necesaria para formar una población capaz de sobrevivir de modo silvestre) hasta capturar algunos de los últimos ejemplares para tratar de conservarlos y reproducirlos en cautiverio. Este último esfuerzo fracasó y se canceló cuando uno de los ejemplares capturados murió poco después de ser “rescatado”.

Si usted quiere conocer más sobre ella y su historia antes de que desaparezca, puede visitar la exposición temporal “Vaquita marina entre redes: una historia que no debe repetirse” en el museo de ciencias Universum de la UNAM, en Ciudad Universitaria, de lunes a domingo de 9 a 6. Porque es importante ser conscientes de que la vaquita es sólo un caso entre muchos: actualmente hay, sólo en México, unas 2 mil 600 especies animales y vegetales en riesgo de desaparecer, de un total de 5 mil 583 a nivel mundial. Entre ellas el ajolote, el jaguar, el manatí, la guacamaya roja, y la tortuga caguama.

Además de su valor económico o turístico –del que se han sabido beneficiar, mientras conservan el ambiente, países como Costa Rica–, la riqueza biológica es vital para conservar el equilibrio ecológico de la biósfera. El triste caso de la vaquita marina nos deja como lección que, o actuamos ya para frenar el deterioro de la naturaleza, o las futuras generaciones lo lamentarán.

Una despedida

Después de 15 años y 806 colaboraciones semanales, “La ciencia por gusto” cierra un ciclo y se despide del periódico Milenio Diario, que la acogió desde 2003 (antes se había publicado, de 1998 a 2000, en La Crónica de Hoy). La semana pasada me llegó la temida llamada que, debido a la reestructuración del periódico, hemos recibido varios de sus colaboradores. Agradezco profundamente el privilegio de haber tenido cabida en un proyecto periodístico tan vital e importante, para difundir y promover la cultura científica. Haber ocupado, a partir de su muerte hace casi dos años, el espacio que tuviera Luis González de Alba los domingos fue un doble honor.

Pero, a diferencia de la vaquita marina, “La ciencia por gusto” no desaparece: continuará, como siempre, apareciendo sin falta cada semana en este blog, donde, si gusta, usted podrá seguirla leyendo e incluso, si no lo ha hecho, suscribirse para recibirla cada semana por correo electrónico.

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domingo, 26 de agosto de 2018

Generaciones, ideología y ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de agosto de 2018

La idea de existen “generaciones”, entendidas como grupos de personas nacidas en ciertos años y definidas por ello y por las circunstancias histórico-culturales que les tocó vivir, sobre todo en su juventud –baby-boomers, generación X, millenials, y las que sigan– es sin duda una generalización y un estereotipo.

Pero las generalizaciones y los estereotipos no son siempre tonterías ni caprichos que busquen discriminar o descalificar. Muchas veces son atajos para pensar, que ayudan a entender algo de manera fácil y rápida, por más que con frecuencia puedan engañar o desviar nuestro pensamiento (y evidentemente, muchas veces refuerzan prejuicios negativos).

Los millenials, por ejemplo, han sido caracterizados como una generación sin resistencia a la frustración, que se creen merecedores de todo y que no maduran. La evidencia de que realmente todos, o una mayoría, sean así es, por decir lo menos, muy dudosa. Pero tampoco es totalmente falso que muchos presenten estos rasgos.

Yo, como típico representante de la generación X que crecí en mi infancia con música disco y de ABBA –acabo de disfrutar como enano la maravillosa película Mamma mia, here we go again–, y caricaturas como los Picapiedra y los Supersónicos, y que en mi juventud viví la explosión cultural –música, ropa, maquillaje, locura– de los 80, encuentro en mucha de la discusión política actual algo que me llama la atención, en particular en los representantes de la generación que precedió muy de cerca de la mía: los baby boomers (de la que mis hermanos mayores y muchos de mis colegas y amigos forman parte).

Los baby boomers son la generación de la paz, del movimiento hippie, de la liberación sexual, pero también los que vivieron la revolución cubana, las dictaduras militares y las intervenciones estadounidenses en Latinoamérica. Y, muy señaladamente, los movimientos estudiantiles del 68, que ocurrieron en Francia y varios otros países pero que aquí en México hicieron crisis en la terrible matanza del 2 de octubre. Eso, sin duda marcó su formación política y sus convicciones ideológicas.

Mi generación, la X, no vivió el 68 más que a través de los relatos de nuestros padres y hermanos mayores (aunque algunos, como yo, ya habíamos nacido, éramos niños pequeños: yo celebraba mi tercer cumpleaños ese fatídico 2 de octubre). Y no quedamos marcados tan profundamente, ni en lo político ni en lo ideológico, por ese suceso. En ese sentido –aunque nuevamente es una generalización arriesgada– creo que, a diferencia de la generación anterior, nuestras convicciones políticas no incluyen una lucha tan comprometida por las libertades y contra lo que se percibe contra como el imperialismo, el capitalismo o, más recientemente el neoliberalismo.

En mi experiencia personal, veo a muchos baby boomers que, luego de una vida donde sus luchas estudiantiles quedaron en segundo plano mientras maduraban y se dedicaban a trabajar y formar una familia, y casi como si hubiera una cierta sensación de culpa por los ideales olvidados, recuperan hoy estas luchas con renovado entusiasmo.

(Curiosamente, los millenials, que básicamente son hijos de los baby boomers, parecen hoy retomar las convicciones de sus padres, y presentan convicciones muy arraigadas e intensas en cuanto a la lucha democrática y esa visión ideológica que tiende a ver el mundo de forma más bien binaria, dividido en capitalismo versus socialismo, opresores versus oprimidos, etc.)

En México, la larga campaña de Andrés Manuel López Obrador, que por más de 18 años buscó ganar la presidencia, basada en la idea de una “nueva república”, una “renovación nacional”, un “nuevo régimen” o una “cuarta transformación” que promete remediar todo lo que es malo e injusto en el país y traer una nueva era de prosperidad y justicia para todos, coincide con esa vieja idea de la lucha izquierdista que tenían los baby boomers (y sus hijos millenials). Quizá por ello muchos han abrazando con fervor casi religioso este movimiento.

Curiosamente, ese tipo pensamiento de izquierda setentera –y no lo digo con sorna: forma también parte de mis convicciones y mi educación familiar– también parece manifestarse en un sesgo ideológico que, al tiempo que busca reconocer e incorporar las tradiciones, el multiculturalismo y los conocimientos tradicionales de las diversas comunidades que conforman las naciones, adopta igualmente un estilo de pensamiento mágico que incluye creencias supersticiosas, apoya supuestas “medicinas alternativas” que jamás han logrado demostrar su eficacia, y hasta llega a equiparar creencias tradicionales con el conocimiento científico. Lo que el escritor, periodista y divulgador científico radicado en España Mauricio-José Schwarz ha denominado “la izquierda feng-shui” (vale la pena leer su libro homónimo, Ariel, 2017).

El pasado 25 de agosto, la persona designada por López Obrador para encabezar el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) en el próximo sexenio, Elena Álvarez-Buylla, expresa en una reveladora entrevista en el diario La Jornada (disponible en http://bit.ly/2Ltihl4), cómo sus convicciones ideológicas están como para ella por encima de la producción y aplicación del conocimiento científico, basado en evidencia verificable, y comprobablemente eficaz. Entre otras cosas, y entre insistentes referencias a “paradigmas neoliberales”, a lo “dañino” de la competencia entre científicos, a modelos “más cooperativos y menos patriarcales” y a “colaboraciones virtuosas” (una de sus palabras preferidas), la futura funcionaria afirma: “Vamos a cambiar de un modelo de competencia a ultranza a un modelo de cooperación y solidaridad sustancial, un poco aprendiendo de nuestros pueblos originarios que hacen tequio [cursivas mías] para todo y así resuelven los problemas”.

Por si usted, como yo, no lo sabía, el tequio es, según la Wikipedia, una “faena o trabajo colectivo no remunerado que todo vecino de un pueblo debe a su comunidad”, y añade que “es una costumbre prehispánica que con diversos matices continúa arraigada en varias zonas de este país” (aunque el diccionario de la Real Academia lo defina, al parecer erróneamente, como una “tarea o faena que se realiza para pagar un tributo”).

En la visión del futuro Conacyt que delinea en la entrevista, Álvarez-Buylla insiste también en poner el “conocimiento autóctono” o tradicional en plano de igualdad con el científico.

Inquieta esta visión del nuevo Conacyt, principal rector de ciencia, la tecnología y la innovación en el país. A nivel internacional, el control de calidad de la investigación científica se basa en el sistema de evaluación por pares (en el que, nos guste o no, las revistas arbitradas juegan un papel central). La visión planteada por Álvarez-Buylla para el nuevo Conacyt parecería proponer prácticas quizá más “democráticas”, pero sin duda menos rigurosas –como el tequío– como alternativas para tomar decisiones que afectarán a la ciencia nacional. Esto es más preocupante si se toma en cuenta que se plantea centralizar gran parte de la política científica en el propio Conacyt (en la misma línea que el gobierno entrante parece querer centralizar casi todas las decisiones de poder, debilitando así el federalismo y la pluralidad democrática).

Equiparar el “conocimiento tradicional” con el científico no es sólo un error de categorización que revela una pobre concepción filosófica respecto a la ciencia, el conocimiento que produce y su importancia en la sociedad. También abre la puerta a una multitud de “conocimientos alternativos” que pretenden presentarse como equivalentes con el producido por la ciencia.

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