martes, 28 de octubre de 2003

Genes e identidad sexual: ¿qué caso tiene?

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 28 de octubre de 2003

La semana pasada apareció una curiosa noticia: que la identidad sexual está determinada por los genes. Eric Vilain y colaboradores, de la Universidad de California en Los Ángeles, examinaron qué genes que se activan en cerebros de ratas macho y hembra antes de los 10 días a partir de la concepción, y hallaron diferencias importantes en 51 de ellos.

Como las hormonas sexuales comienzan a producirse hasta después de los 10 días de desarrollo, el hallazgo implica que habrá que reconsiderar la idea “clásica”, aceptada hasta ahora, de que sólo las hormonas causan las diferencias entre los cerebros de ratas macho y hembra (y por extensión los de hombres y mujeres). Vilain y sus coautores prevén “un cambio de paradigma de la teoría clásica de la diferenciación cerebral dependiente de hormonas a una que incluya efectos genéticos directos”.

La mayoría de los medios reprodujeron simplemente el boletín de la agencia Reuters, que afirmaba: “La identidad sexual está “alambrada” (hard-wired) por la genética, revela estudio”. Es decir, si comparamos al cerebro con una computadora, la identidad sexual no sólo estaría determinada por el software, los programas (en este caso, la mente), sino también por el hardware.

Prácticamente todos los diarios, incluyendo los mexicanos, tradujeron esto a “La identidad sexual está determinada por genes”, lo cual suena como si no interviniera ningún otro factor en el asunto. Una de las frases más reproducidas del boletín de Reuters (que además afirma erróneamente que se hallaron 54 genes, no 51) es que el descubrimiento “descarta el concepto de que la homosexualidad y la transexualidad ocurren por elección”.

Y es aquí donde la cosa se pone peliaguda, en dos dimensiones, ambas igualmente importantes humana y socialmente.

El primer aspecto tiene que ver con el llamado “determinismo genético”: la idea de que todo lo que somos los seres humanos (y demás organismos) está determinado exclusivamente por los genes. Aunque ningún científico lo afirmaría explícitamente, una y otra vez surgen interpretaciones que equivalen a esto. Se trata de la tradicional la discusión entre “natura” y “cultura”: sobre si lo determinante en características como la inteligencia, la personalidad o la orientación sexual es la herencia o la educación. Una y otra vez se ven declaraciones de científicos que, queriéndolo o no, parecen suponer que los genes son la última palabra. Desde luego, pretender explicar comportamientos de tal complejidad mediante un solo factor es una sobresimplificación totalmente injustificada.

En el artículo publicado en la revista Molecular Brain Research, Vilain y su equipo no caen en tal error: a diferencia de lo que se publicó en todos lados, afirman que los hallazgos “sugieren que los factores genéticos pueden jugar un papel en influenciar la diferenciación sexual del cerebro” (cursivas mías), lo cual no excluye la influencia del medio, la educación, las experiencias y la cultura. Desgraciadamente, en una entrevista Vilain sí afirmó que, si se acepta la idea de que “es muy posible que la identidad sexual y la atracción física estén alambradas en el cerebro”, entonces “debemos desechar el mito de que la homosexualidad es una elección”.

Entra la segunda polémica: buscar explicaciones para la orientación sexual. Hace décadas que las minorías sexuales buscan argumentos para refutar a quienes ven sus preferencias como algo “pervertido” o “antinatural”. Uno de los argumentos más usados es que no es una elección, sino algo con lo que se nace. La interpretación de Vilain apoya esta tendencia que, no obstante, tiene una gran desventaja: permite que las orientaciones distintas a la heterosexual puedan ser vistas como “enfermedades” o “anormalidades”, que podrían corregirse o prevenirse.

Lo cierto es que ha habido una gran exageración. Hallar genes que participan en la diferenciación sexual de los cerebros de ratas no excluye que haya otros factores, ni justifica el brinco conceptual a humanos, y mucho menos a suponer que esto implica que la orientación sexual sea genética –aunque indudablemente los genes tienen alguna influencia, al menos en ciertos casos.

Elizabeth Birch, directora de Human Rights Campaign, el grupo pro-derechos gay más grande de los Estados Unidos, comenta sabiamente: “al final, la cuestión de natura versus cultura no debería importar... las leyes deberían proteger a todo mundo por igual”. ¿Cuál es entonces la utilidad de buscar las bases genéticas de la diferenciación sexual del cerebro?

Vilain explica que el descubrimiento podría ayudar a determinar con mayor precisión el sexo de bebés que nacen con genitales ambiguos. La situación no es rara: ocurre en uno por ciento de los nacimientos. En estos casos, la decisión usual es operar para asignar al bebé a uno u otro sexo, muchas veces con resultados catastróficos. Sin embargo, Hay activistas que opinan que la decisión de adoptar un sexo definido, o permanecer en un estado intersexual, debería dejársele al futuro adulto. No queda claro, entonces, que el descubrimiento de Vilain resuelva (tampoco) este problema.

Por todo eso, yo todavía me pregunto: ¿no será que, detrás de esta insistencia en buscar explicaciones genéticas de la orientación sexual se encuentra, escondido, un resto de la homofobia que nos hace ver a todo lo que sea diferente como algo peligroso?

martes, 21 de octubre de 2003

Versiones

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 21 de octubre de 2003

A mi tía Consuelo, admirando
su curiosidad infantil (y científica)

El miércoles pasado se celebró en El Colegio Nacional la primera parte del simposio “El concepto de realidad, verdad y mitos”, que aborda estos temas en las áreas de ciencia, filosofía, arte e historia.

En las conferencias y mesas redondas que conformaron el simposio, organizado por Pablo Rudomín, neurólogo del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (CINVESTAV) del Instituto Politécnico Nacional, se abordaron temas de gran interés, entre los que destacó la distinción entre verdad y mitos. Se trata de un tema que siempre despierta polémica, sobre todo en las áreas científicas y en su relación con las llamadas seudociencias.

¿Qué es un mito? ¿Qué es una seudociencia? Las respuestas pueden ser muy variadas, claro, pero comencemos por ver qué nos dice la Real Academia: “mito: fábula, ficción alegórica; relato o noticia que desfigura lo que realmente es una cosa, y le da apariencia de ser más valiosa o más atractiva”. Seudociencia, en cambio, tomando en cuenta que el prefijo “seudo” significa simplemente “falso”, sería una falsa ciencia: un sistema de pensamiento que, sin serlo, pretende hacerse pasar por científico. (El problema es entonces definir qué es ciencia... y si científicos y filósofos no han podido ponerse de acuerdo, no seré yo quien intente superarlos.)

Hubo quien habló de la astrología como un sistema de mitos que en una etapa de la historia humana tuvo un claro sentido social y de interpretación de la naturaleza, pero que actualmente ha sido ampliamente superado por la ciencia de la astronomía. En casos como éste, no hay mucha duda de que la astrología es hoy una seudociencia.

Paro hay otras áreas en que la distinción no es tan clara (al menos no para quienes no son científicos). Las matemáticas, por ejemplo, son una disciplina que se halla en la frontera de lo real. ¿Son los números y demás entidades que estudian –o crean– los matemáticos parte del mundo real, o existen sólo en nuestras mentes? ¿Las matemáticas se descubren o se inventan?

Incluso en las ciencias llamadas “duras” (yo prefiero llamarlas naturales), la pretensión de objetividad ha sido fuertemente cuestionada por filósofos, sociólogos e historiadores de la ciencia, y con muy buenos argumentos. Si les hacemos, tendríamos que aceptar que la versión de la naturaleza que nos proporcionan las ciencias naturales es sólo eso: una versión posible de lo que realmente sucede ahí, afuera de nuestras cabezas.

Se trata, eso sí, de una versión especialmente confiable. Si no fuera así, las aplicaciones del conocimiento científico no tendrían el éxito que sin duda tienen. Compárense los éxitos del conocimiento científico aplicado como, por ejemplo, los antibióticos, las computadoras o la reciente misión espacial tripulada que lograron los chinos, con los de “ciencias” como la economía o, peor aún, las predicciones de los astrólogos, que no predijeron la caída de las torres gemelas, por ejemplo. (Claro, estoy suponiendo que la predicción es parte fundamental de toda ciencia, cosa discutible.)

Por otra parte, tampoco la representación que tenemos en nuestra mente del mundo real es estrictamente objetiva. Como explicó Rudomín, nuestros modelos mentales contienen, en mayor o menor medida, información que ha sido añadida por nuestro cerebro, y que no proviene del mundo externo. En casos extremos, podemos llegar a tener versiones del mundo que están totalmente desconectadas de lo que sucede afuera. Hablamos entonces de alucinaciones o de plano de psicosis.

Claro que existen versiones más relativistas acerca de la ciencia, que la ven como un sistema de creencias más. Pero incluso si las tomamos en cuenta, podemos al menos asegurar que la ciencia es un sistema especialmente convincente: todo mundo acepta la gran credibilidad del conocimiento científico, y es por eso que tantas seudociencias quieren parecerse a él. Por algo será.

En una reciente mesa redonda en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, titulada “La guerra de las ciencias”, en la que tuve el gusto de participar, se trató precisamente el tema de la profunda separación que existe entre ciencias naturales, por un lado, y ciencias sociales y humanidades, por el otro. Hoy tal división se ha convertido en una verdadera guerra, con los científicos más duros (de mollera) tratando de descalificar a los filósofos (a menudo calificados de “posmodernistas”), y éstos a su vez cuestionando la supuesta “objetividad” de las ciencias naturales.

Quizá si aceptáramos que tanto la ciencia como la historia, la filosofía, la sociología y tantas otras disciplinas simplemente generan versiones de la realidad, con mayor menor rigor o cercanía a lo que existe en el mundo físico, pero no por ello menos válidas, se podría llegar a mejores entendimientos. Incluso las seudociencias tienen cierta utilidad en contextos precisos (como formas de hallar sentido a la vida en situaciones desesperadas o confusas, por ejemplo, área en la que las ciencias naturales tienen poco que ofrecer). Finalmente la ciencia funciona también generando mitos... sólo que luego los compara con la realidad. Podríamos decir que la ciencia es literatura sometida a prueba.

Por cierto, el próximo miércoles 22, de 9 a 14:30, se llevará a cabo la segunda parte del simposio en El Colegio Nacional (Donceles 104, Centro). La entrada es libre.

martes, 14 de octubre de 2003

¿Para qué sirven los Nobel?

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 14 de octubre de 2003

Como sucede cada año, la semana pasada se anunciaron los ganadores de los tres premios Nóbel de ciencias para 2003. Me refiero, por supuesto, a los de física, química y medicina o fisiología. No hay premio Nóbel de biología, aunque normalmente los biólogos logran colarse en el de medicina, ni de matemáticas, debido (dice la leyenda) a que la esposa de Alfred Nobel le puso los cuernos con un matemático. El inventor de la dinamita se vengó negándose a que hubiera premio para quienes trabajan en el abstracto mundo de los números).

Chismes aparte, y dejando de lado la escabrosa cuestión de si la economía es o no una ciencia (yo evado la cuestión afirmando que no es una ciencia natural, que es lo que los científicos y el público en general normalmente entendemos como “ciencias”), la cuestión de los famosos premios siempre sirve de pretexto para reflexionar sobre el valor de la ciencia.

¿Por qué logros se otorgaron los premios este año? El de química, “por descubrimientos concernientes a los canales en las membranas celulares”. El de medicina “por descubrimientos concernientes a la obtención de imágenes por resonancia magnética”. Y el de física “por contribuciones pioneras a la teoría de los superconductores y los superfluidos”.

A primera vista estos temas pueden sonar lejanos a nuestra experiencia diaria. Quizá no tanto el de medicina, pues hoy es ya común oír hablar de los famosos estudios de resonancia magnética que los doctores suelen utilizar cuando quieren estudiar un posible tumor, derrame cerebral u otra alteración del interior del cuerpo sin tener que abrirlo con un bisturí. La tecnología de resonancia magnética, junto con otras similares, ha proporcionado alternativas importantísimas a los centenarios rayos X, que además de ser peligrosos tienen muchas limitaciones. Paul Lauterbur y Peter Mansfield recibirán el premio por haber sido quienes lograron convertir un curioso fenómeno electromagnético (la resonancia magnética) en una técnica que ha revolucionado la medicina.

El premio de física es un poco más abstruso. Lo recibirán Alexei Abrikosov, Vitaly Ginzburg y Anthony Leggett, por haber desarrollado teorías que explican dos extrañísimos fenómenos que suceden a bajas temperaturas: la pérdida de la resistencia eléctrica en un material (superconductividad) y la pérdida de la viscosidad de un líquido (superfluidez).

Abrikosov y Ginzburg lograron explicar la superconductividad utilizando la mecánica cuántica, y sus descubrimientos permitirán desarrollar tecnología en la que se puedan generar grandes campos magnéticos utilizando materiales superconductores. De hecho, esta tecnología ya se utiliza en los aparatos de resonancia magnética (los Nóbeles están relacionados, este año). Por su parte, Legget explicó, usando una teoría similar a la que explica la superconductividad, el fenómeno de la superfluidez, que hace que, por ejemplo, el helio líquido fluya hacia fuera del recipiente que lo contiene a bajas temperaturas. No se prevén aplicaciones directas de este desarrollo, que es más bien teórico.

Pero el que me parece más fascinante es el Nóbel de química, pues permite explicar fenómenos que relacionados con la vida. Peter Agre recibirá la mitad del premio por descubrir los canales que permiten que las moléculas de agua circulen libremente a través de la membrana que separa a las células de su entorno. Roderick MacKinnon ganó la otra mitad por explicar el funcionamiento de los canales que en la membrana controlan la entrada y salida de iones como el sodio y el potasio.

Nuevamente, esto podría sonar abstracto, pero deja de serlo al saber que la existencia de estos canales es indispensable para el funcionamiento de cualquier célula viva de cualquier organismo. Intervienen en procesos tan distintos como la formación de orina en los riñones o de pensamientos en el cerebro.

En efecto: el paso controlado de agua y de iones minerales a través de las membranas celulares es indispensable para el funcionamiento del corazón, los músculos, el sistema nervioso y de todo nuestro cuerpo. Los riñones, por ejemplo, llegan a filtrar hasta 170 litros de orina al día, de los cuales se recupera la mayor parte del agua para que se expulse sólo alrededor de un litro. Y la transmisión de impulsos nerviosos, que hacen posible el movimiento muscular y las facultades del pensamiento –incluyendo los sueños, la creación artística y el enamoramiento– son, a nivel molecular, debidos a la entrada y salida de iones a través de la membrana de las neuronas. Quizá lo más fascinante de los hallazgos de los premiados en química de este año es que nos permiten entender estos fenómenos a nivel de las moléculas y átomos que las forman.

Así que la pregunta que encabeza esta colaboración puede responderse en dos dimensiones. Los premios de este año han servido para entender el funcionamiento del cerebro (química), para construir aparatos que nos permiten estudiarlo (medicina), o para entender por qué la corriente puede circular sin resistencia en ciertos componentes de esos aparatos (física). Pero en un sentido más profundo, los premios sirven, tal como lo quiso en su creador, para fomentar la investigación científica que, además de ayudarnos a entender el mundo, beneficia a la humanidad. Los Nóbeles no son tan glamorosos como los óscares, pero ¿no cree usted que son más útiles a la sociedad?

martes, 7 de octubre de 2003

La ciencia y los diputados

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 7 de octubre de 2003

“Si me gustara la ciencia, me dedicaría a ella, no a la política”, podría decir cualquiera de nuestros diputados federales. Y con razón: ser científico es, sin duda, una profesión de tiempo completo.

Ello no obsta para que uno, que se interesa en estas cosas, sienta un ligero resquemor al enterarse la semana pasada de que, en la repartición de las comisiones de trabajo de la Cámara de Diputados, nadie se peleó por quedarse con la de Ciencia y Tecnología.

La noticia no es sorprendente: de las 42 comisiones, las más peleadas fueron las de Presupuesto y Cuenta Pública, de Vigilancia de la Auditoría Superior de la Federación, y Puntos Constitucionales, que quedaron en posesión del PRI, y las de Hacienda, Gobernación, Energía, Relaciones Exteriores y Desarrollo Social, entre otras, que le correspondieron al PAN.

Y precisamente “entre otras”, pero no entre las consideradas prioritarias, quedó la Comisión de Ciencia y Tecnología, adjudicada al PRI. (Al menos no quedó en manos del Partido Verde: sería tener al enemigo en casa...)

En este país, ya se sabe, cuando se habla de ciencia –en discursos, en campañas, en planes nacionales– ésta siempre es una prioridad. Pero cuando se trata de actuar, la ciencia siempre queda en uno de los últimos lugares.

No lancemos el discurso sobado e inútil –aunque cierto– de que la ciencia es una de las principales fuerzas que determinan el destino de las naciones, y que son precisamente los países que más apoyan la ciencia los que tienen no sólo un mayor desarrollo científico y tecnológico, además de un mayor nivel de vida. Todo ello es ya sabido. Pero, al menos para los políticos mexicanos, parece que el que esto sea sabido no significa que haya sido entendido.

¿Qué se podría hacer al respecto? Ya vimos que no es razonable pedirles a los diputados –que son profesionales de tiempo completo, preparados a fondo para dedicarse precisamente a la política (o al menos eso quiere uno suponer)– que se conviertan en expertos en ciencia o tecnología. Aunque ha llegado a haber diputados que sí lo son: el ingeniero José de la Herrán, quien recientemente recibiera el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Técnica, y notable impulsor y difusor de estos temas en México, fue uno de ellos.

Lo que sí podría hacerse es concientizarlos de la importancia de la política científica y el desarrollo de un verdadero sistema de investigación y desarrollo científico-tecnológico. Algo que se ha hecho en otros países es elaborar y llevar a la práctica campañas de divulgación (o “alfabetización”) científica y tecnológica enfocadas precisamente a los políticos. Como son ellos quienes toman muchas de las decisiones importantes que fijan el curso de la ciencia y la tecnología en el país, convendría al menos que supieran la importancia de estos temas y tuvieran la posibilidad de comprender la situación de la ciencia nacional.

Si se lograra esto, sería más fácil que los legisladores buscaran la asesoría de expertos que pudieran ayudarles a tomar decisiones acertadas que permitieran fomentar el desarrollo de la ciencia en el país. Por cierto, estos expertos no necesariamente tendrían que ser exclusivamente investigadores científicos: hay también sociólogos, filósofos, historiadores y otros especialistas que a veces entienden mejor que algunos científicos lo que está pasando y lo que se puede hacer para mejorar la situación.

Otra propuesta, complementaria a la primera, es promover en la población general una mayor cultura científica, entendida no sólo como un mayor conocimiento de conceptos científicos, sino de una comprensión de la forma en que trabaja la ciencia y la importancia que tiene para mejorar el nivel de vida de la población. El día que los ciudadanos –no sólo los científicos– se organizaran para protestar por un recorte en el gasto en ciencia de la misma forma en que lo hacen contra, digamos, uno en educación o en salud, sabríamos que hay ya una apreciación pública de la ciencia. Una manera de lograr esto es, por ejemplo, apoyar el periodismo especializado en ciencia, que es una manera de poner al ciudadano común en contacto con esta importante actividad.

Y precisamente la semana pasada la Academia Mexicana de Ciencias organizó un fructífero foro dedicado a discutir la situación y problemas del periodismo científico. A él asistimos varios de quienes nos dedicamos a esta actividad en México –una comunidad preocupantemente escasa, a decir verdad– así como varios especialistas extranjeros. Uno de ellos, el doctor Manuel Calvo Hernando, decano de los periodistas científicos españoles, hizo una sugerencia muy interesante: desarrollar un Plan Nacional de Divulgación de la Ciencia y la Tecnología. En su opinión, esto debería realizarse en todos los países de Iberoamérica, pues es una manera de darle carácter de prioridad nacional a esta actividad, tan vital para lograr el apoyo al desarrollo de la ciencia y la tecnología.

Puede sonar utópico, pero las utopías son necesarias para marcar rumbos. Sería excelente contar con diputados elegidos por su amplio conocimiento y compromiso con el desarrollo de estas áreas, y que una vez en sus curules, se aplicaran a lograrlo. Total, soñar no cuesta nada.