martes, 25 de noviembre de 2003

Dos teorías de la mente

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 25 de noviembre de 2003

Uno de los más grandes misterios que le quedan a la ciencia por resolver, luego de habernos dado una perspectiva acerca del universo y de la vida, es la mente.

Me desagrada, al hablar de ciencia, usar la palabra “misterio”. En general, los científicos no se ven a sí mismos como “reveladores de misterios”, sino como investigadores de la naturaleza. En cambio, una de las marcas características de charlatanes y seudocientíficos es que continuamente hablan de “grandes misterios”.

Y sin embargo, quizá no haya misterio mayor que el que unos átomos, inanimados en sí mismos, pero acomodados en cierta manera para formar un cerebro humano vivo, puedan tener conciencia. Francis Crick, descubridor de la estructura del ADN y hoy neurobiólogo, en su libro The astonishing hypothesis (traducido truculentamente como La búsqueda científica del alma), lo expresó así:

“La hipótesis sorprendente es que tú, tus alegrías, tus tristezas, tus recuerdos y ambiciones, tu sentido de identidad personal y tu libre albedrío no son en realidad más que el comportamiento de un vasto conglomerado de células nerviosas y sus moléculas asociadas.”

En ciencia se descarta de antemano cualquier explicación sobrenatural o mística; las explicaciones científicas tienen por necesidad que ser naturalistas. Recurrir a un “alma” inmaterial que “habita” en el cerebro no tiene chiste: es una explicación que no explica nada, y además no puede someterse a prueba. (La “hipótesis” del alma también supone que ésta sale del cuerpo al morir, como se insinúa en el título de 21 gramos, la película de moda esta semana... Es curioso pensar que el alma, entidad inmaterial por excelencia, pudiera pesar algo, cuando sólo la materia tiene la propiedad que llamamos peso.)

La explicación del alma como algo separable del cuerpo –o de la mente separable del cerebro– son dualistas: distinguen entre la simple y despreciable materia y el sutil mundo de lo espiritual. Las primeras explicaciones sobre la mente, como la que planteó René Descartes en el siglo 17, eran de este tipo: la mente o espíritu se “conectaba” con el cuerpo a través del cerebro.

En las teorías científicas actuales sobre la conciencia hay dos tendencias. La primera parte de la química y la biología para plantear el surgimiento de la mente. El argumento es sencillo: la vida surge gracias a las propiedades químicas de las moléculas que forman a los seres vivos. Estas moléculas se organizan, gracias al proceso de la evolución, para formar células y organismos complejos. En nuestro caso, la evolución ha producido un cerebro capaz de llevar a cabo los procesos que se manifiestan en el fenómeno subjetivo que experimentamos como conciencia.

Vista así, la mente es un producto más de la evolución; es consecuencia de las propiedades físicas, químicas y biológicas de los seres vivos y es inseparable del cerebro. La mayoría de los neurobiólogos serios, que buscan explicar en detalle cómo es que nuestro cerebro produce la conciencia, comparten estas ideas. Un ejemplo es Daniel Dennett, de quien puede usted leer el libro Tipos de mentes (Debate, 2000).

Pero hay quienes exploran rutas distintas. Algunos físicos, por ejemplo, tienden a pensar que para explicar los fenómenos biológicos y mentales hace falta algo más que la simple química y biología que todos conocemos. Algo así como un nuevo principio físico, una nueva ley de la naturaleza.

No es la primera vez que esto sucede: a principios del siglo 20, cuando la pregunta “¿qué es la vida?” distaba mucho de tener una respuesta, algunos de los físicos que crearon la mecánica cuántica pensaron que para explicar la vida se requerirían nuevas leyes naturales, y comenzaron a buscarlas. Gracias a ellos, en gran parte, nació la moderna biología molecular, que explica el funcionamiento de los seres vivas con todo detalle, hasta el nivel de las moléculas que los forman. Los principios desconocidos, las nuevas leyes, no sólo nunca se hallaron, sino que no fueron necesarias. Para explicar la vida, basta con la química (y la física en que ésta se basa).

Hoy el físico y matemático Roger Penrose, descubridor –junto con el famosísimo Stephen Hawking– de los hoyos negros, ha formulado su propia teoría de la mente, publicada en su libro La nueva mente del emperador (Fondo de Cultura Económica, 1996). Plantea que el cerebro, y en particular una proteína llamada tubulina, que se halla en las fibras que forman el “esqueleto” celular o citoesqueleto de las neuronas, pueden participar en fenómenos cuánticos novedosos que permitan “conectar” al cerebro con el “mundo de la mente”, una especie de realidad platónica que existe paralelamente a este prosaico mundo material.

No hay que olvidar que en realidad, los seres conscientes no vivimos directamente en el mundo material, sino en un “mundo virtual” que construye nuestro cerebro, una representación de lo que hay afuera de nuestras cabezas. Pero de esto a plantear que el mundo mental es realmente otra realidad separada de ésta... No sé a usted, pero la explicación de Penrose me suena excesivamente complicada y poco natural (además de dualista). Me parece más parsimonioso explicar la mente a partir de lo ya conocido antes de introducir factores nuevos. Pero no se preocupe: seguramente en pocos años podremos saber cuál de las dos rutas parece más prometedora. Los avances se están dando con una celeridad sorprendente; apuesto a que el siglo 21 será el siglo de la mente.

martes, 18 de noviembre de 2003

Guerra contra la cultura... científica

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 18 de noviembre de 2003

La nota principal de los últimos días ha sido la propuesta del gobierno federal de “desincorporar, liquidar, extinguir, fusionar o enajenar” (todos ellos eufemismos para “deshacerse de”) una serie de instituciones. Entre ellas algunas son filantrópicas, como la Lotería Nacional y Pronósticos Deportivos (en estos tiempos de Teletones, ¿quién se preocupa por comprar un cachito?). Otras son de servicio social, como Notimex, la agencia noticiosa que, a pesar de su evidente ineficiencia, podría haberse reformado para cumplir satisfactoriamente su importante misión.

Pero lo más preocupante es descubrir que la mayoría de las entidades que se ofrecerán en la venta de garage gubernamental son de índole cultural. Tres relacionadas con el cine (el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) y los Estudios Churubusco. Otras con la cultura popular y la lectura: el Fondo Nacional para las Artesanías, Fonart, y la distribuidora de libros Educal. Y otras más con la docencia e investigación en problemas de interés nacional: el Colegio de Posgraduados de Chapingo; el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias; el Instituto Nacional para el Desarrollo de Capacidades del Sector Rural; la Comisión Nacional de Zonas Áridas, y el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua.

En cambio, el rescate bancario y el pago de la deuda gubernamental recibirán un incremento de recursos. Queda claro lo poco importante que es la cultura para este gobierno. Que se piense que deshacerse de este tipo de instituciones culturales es “ahorrar” es señal de que algo grave está pasando.

Refiriéndose a la desincorporación de Imcine y el CCC, Fernando del Paso escribió en La Jornada (10 de noviembre): “Tenemos un gobierno que no comprende… que esos institutos y esas escuelas no fueron creados para obtener ganancias. No son negocios. No son empresas. No son la Cocacola. Son organismos de inversión a largo plazo, que se recupera, y con creces, cuando cumplen debidamente su función. Invierten en el talento de los mexicanos, y ganan cuando ese talento da sus frutos”.

¿Qué decir, entonces, del recorte de 10 millones de pesos -casi 10 por ciento- en el presupuesto de Conacyt para 2004, según comenta José Antonio de la Peña, presidente de la Academia Mexicana de Ciencias (Milenio, 11 de noviembre)? Después de todo, si a la cultura le llegan tantos golpes, la ciencia no tendría por qué salir mejor librada, ¿no es así?

Creo que no. La cultura es indispensable para el desarrollo del país, indudablemente. En el caso de la ciencia –y no hablo sólo de la investigación científica, sino también de su enseñanza y su divulgación amplia- el argumento es el mismo, pero aún más robusto.

En primer lugar, la ciencia es parte de la cultura. Al igual que las artes o las humanidades, igual que un libro de Educal o una película del CCC o Imcine, la ciencia es producto de la creatividad humana, y como tal nos revela nuevas visiones que cambian nuestra concepción de nosotros mismos, del mundo en que vivimos y del lugar que ocupamos en él. Tan revelador respecto a la condición humana puede ser un poema o una novela como el desciframiento de nuestro genoma o la comprensión de los procesos cerebrales que permiten nuestra vida mental conciente.

La ciencia tiene entonces, a diferencia de lo que se cree comúnmente, un valor cultural. Pero lo cultural, ya lo sabemos, no sirve para nada. Aunque paradójicamente -y esto se les escapa a los administradores que nos gobiernan-, al mismo tiempo sirve para todo. “Todo” en el sentido humano. En el mismo sentido que uno no trabaja para ganar dinero o subir en la empresa, sino para tener una vida mejor; una buena vida, diría Fernando Savater. No hay que confundir los medios con los fines. Se trabaja para vivir, no se vive para trabajar; similarmente, la economía debería servir para el bienestar de los individuos, no para tener buenas cifras macroeconómicas a costa de pobreza e injusticia.

Pero aparte de este valor estético, tan vital, la ciencia ofrece además muchos otros beneficios de índole más práctica.

Una sociedad con una cultura científica es una sociedad más preparada para la democracia. Como escribió Carl Sagan en El mundo y sus demonios, la ciencia comparte muchas cosas con la democracia: el pensamiento crítico, el requerimiento de fundamentar las afirmaciones en pruebas, la obligación de hacer pública la información.

Una sociedad con cultura científica puede participar responsablemente en decisiones sociales relacionadas con ciencia y tecnología. La instalación de un reactor nuclear en Laguna Verde, la importación de granos transgénicos, la clonación de mamíferos, la experimentación con células precursoras. Todas ellas son decisiones en las que los ciudadanos no podemos participar si no entendemos de qué se trata.

Y finalmente, el único argumento que parece importarle a los gobiernos: una sociedad con una cultura científica es una sociedad en la que se puede desarrollar la investigación. Que puede producir nuevo conocimiento científico. Y el conocimiento científico funciona. Puede aplicarse para fabricar tecnología; para resolver problemas ambientales, de salud, industriales o incluso humanos. La tecnología produce poder y dinero. Los países que tienen ciencia son prósperos y poderosos. Nosotros, que seguimos dejando a la ciencia –y al resto de la cultura– para tiempos mejores, “para cuando haya dinero”, estamos ignorando la única herramienta segura que puede, a largo plazo, sacarnos de nuestros problemas.

martes, 11 de noviembre de 2003

La verdadera Matrix

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 11 de noviembre de 2003

Como tantos en todo el mundo, el pasado fin de semana acudí esperanzado a ver la tercera parte (y supuestamente final) del filme The Matrix. Y como tantos, supongo, salí vagamente decepcionado.

Pero descuide: no le arruinaré la experiencia contándole la película. Sólo comentaré que si la segunda parte, Matrix reloaded, había “cambiado las reglas” establecidas en la primera y estupenda película, en esta tercera, Matrix revolutions, abundan los cabos sueltos y los elementos sacados de la manga (deus ex machina, los llamaban los griegos, ¡y en Revolutions incluso hay un “personaje” que así se llama!).

Permítame, eso sí, explicar la razón de mi decepción. Se resume en lo siguiente: a pesar de ser una estupenda cinta de acción, con algunas de las escenas más sorprendentes que me ha tocado ver (aunque lo mismo sucedió cuando vi la primera), creo que Revolutions ya no puede ser considerada una cinta de ciencia ficción. A diferencia de lo que sucedía en la original, donde se nos introducía a un mundo que, a pesar de tener elementos fantásticos, era plausible, tomando en cuenta el conocimiento científico actual, la ensalada que se comenzó a introducir en Reloaded y que se consagra en Revolutions incluye más que nada fantasía desbordada, al estilo de La guerra de las galaxias. Y eso, discúlpeme, no es ciencia ficción.

El elemento verdaderamente sorprendente de la Matrix original era precisamente el fantástico mundo virtual en el que, como descubría con sorpresa el espectador a media película, vivían los protagonistas. Es cierto, la explicación introducida por los hermanos Wachowski, creadores de la trilogía, para justificar la existencia de la matrix mucho dejaba que desear: como fuente para obtener energía, el cuerpo humano es una de las menos eficientes, y después de todo, ¿por qué no simplemente dejarlos soñar, en vez de fabricarles ese complejo mundo virtual? (En una simple plática de café mi amigo Sergio de Régules (también columnista de Milenio) y yo inventamos una mejor justificación: las máquinas podrían necesitar tener a los humanos dormidos y conectados a la matrix porque requerían sus cerebros como hardware donde correr sus programas: los cerebros humanos usados como computadoras vivientes. En fin...)

Como toda buena ciencia ficción, la primera película de la trilogía se basaba en algo que tiene que ver con la realidad. Y quizá más de lo que pensamos.

El biólogo Richard Dawkins, autor del famoso libro El gen egoísta y uno de los mejores divulgadores científicos contemporáneos, describe en su excelente obra Destejiendo el arcoiris (Tusquets, 2000) cómo nuestro cerebro –y el de muchos otros animales– son máquinas que a lo largo de la evolución desarrollaron la capacidad de construir representaciones mentales del mundo real. En un primer nivel, estas representaciones son simplemente las percepciones de nuestros sentidos. Después de todo, no vemos directamente un cuadro, sino sólo los fotones que se reflejaron en él y que llegan a nuestros ojos... la representación del cuadro que llega luego a nuestra conciencia es construida por nuestro cerebro. Y lo mismo sucede con todos los demás sentidos.

Pero en niveles más elaborados, nuestra mente contiene también modelos que no sólo representa con gran precisión el aspecto de los objetos que están ahí fuera. También “simulan” con gran precisión su comportamiento, de manera análoga a como lo hacen, por ejemplo, los ingenieros o los astrónomos con los modelos virtuales de un puente o una galaxia que construyen en sus computadoras. “Nuestra cabeza contiene un programa potente y ultrarrealista de simulación”, señala Dawkins. Es por ello que podemos, por ejemplo, imaginar que giramos un objeto en nuestra mente para ver su lado oculto, o que logramos, en otro nivel, “adivinar” las emociones que está experimentando un ser humano, gracias a que construye un “modelo” de la otra persona que le permite predecirla y entenderla. Hay enfermedades que impiden, por ejemplo, reconocer un objeto si se lo mira desde otro ángulo, o que impiden entender qué están sintiendo los demás; ésta última carencia es la base del autismo, que forma una barrera de incomunicación alrededor del enfermo.

Escribe Dawkins: “El lector y yo, nosotros, somos humanos, somos mamíferos, somos animales, habitamos en un mundo virtual, construido a partir de elementos que son, a niveles sucesivamente más altos, útiles para representar el mundo real. Desde luego, nos sentimos como si estuviéramos firmemente instalados en el mundo real... que es exactamente como debe ser si nuestro programa de realidad virtual limitada debe servir para algo. Sirve para mucho, porque es muy bueno, y sólo nos damos cuenta de él en las raras ocasiones en las que algo no funciona bien. Cuando ocurre tal cosa experimentamos una ilusión o una alucinación.”

O una enfermedad, como sucede con los asombrosos casos clínicos reales que presenta el neurólogo y literato Oliver Sacks en otro excelente y revelador libro, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Océano, 1998).

Somos nuestro cerebro, o al menos somos el producto de su funcionamiento y no podemos existir separados de él. Lo asombroso, quizá, es darse cuenta de que el sorprendente argumento de la película (la primera) es en realidad sólo una extrapolación de esta realidad virtual en la que vivimos todos los días.

martes, 4 de noviembre de 2003

La esperanza de Supermán

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 4 de noviembre de 2003

Se ha dicho que, si el siglo XX fue el de la genética, el XXI será el siglo de las neurociencias. Las técnicas que nos permiten estudiar cada vez con más detalle el cerebro –considerado por algunos como la estructura más compleja de todo el universo– y su función están logrando cosas que ni los escritores de ciencia ficción hubieran imaginado hace 30 años.

El electroencefalograma, inventado en 1929, que detecta y grafica las corrientes eléctricas generadas por este órgano, fue uno de los primeros pasos. Pero hoy contamos con herramientas mucho más potentes. El premio Nobel de física otorgado este año por el desarrollo de la tecnología de obtención de imágenes por resonancia magnética –ya comentado aquí– es el ejemplo más sonado, pero hay otras técnicas como la tomografía computarizada, que también nos permiten observar en tiempo real y en vivo qué áreas del cerebro se activan durante determinadas actividades.

Un campo interesantísimo en el que se están logrando avances espectaculares es el estudio de la mente misma. Pero hoy hablemos de otra área que promete grandes sorpresas: la coordinación entre el cerebro y el cuerpo, con sus obvias implicaciones médicas.

El pasado 13 de octubre se publicó en la revista científica PLoS Biology un artículo de investigación en el que Miguel A. Nicolelis y sus colaboradores, de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, EUA, reportan haber logrado que unos macacos controlaran un brazo mecánico solamente con sus pensamientos.

El tema es importante por la gran cantidad de gente parcial o totalmente paralizada (parapléjicos o cuadrapléjicos) que se beneficiaría con la posibilidad de recobrar el movimiento de sus miembros. Christopher Reeve, el famoso actor que encarnara a Supermán en las películas de los ochenta, y que quedó paralizado desde el cuello al caer de un caballo, es uno de los personajes que más han luchado para impulsar investigaciones que permitan ayudar a quienes se hallan en su situación. Muchas de estas investigaciones se han enfocado a tratar de reparar las fibras nerviosas dañadas para así “reconectar” al cerebro con el cuerpo. Pero esto ha resultado más complicado de lo que se esperaba, y por eso se han comenzado a explorar otras vías.

Una de ellas son las llamadas “interfaces cerebro-máquina”, que conectan al cerebro con una computadora para que a su vez ésta procese los impulsos cerebrales y los use para controlar un aparato robótico. Si se logra esto, se podrían desarrollar “neuroprótesis” que permitieran a los enfermos controlar todo tipo de dispositivos como brazos y piernas mecánicos, sillas de ruedas e incluso aparatos domésticos y computadoras.

Quizá recuerde usted haber leído en este espacio el desarrollo de un casquete que permitía a personas paralizadas controlar en forma sencilla una silla de ruedas. Pero el desarrollo del Nicolelis va mucho más allá. Él y su grupo implantaron unos pequeños electrodos en varias zonas del cerebro que se sabe que se utilizan para controlar el movimiento de los brazos, de manera que detectaran las pequeñas corrientes eléctricas que se generan cuando las neuronas de esas zonas “disparan”.

La información proporcionada por los electrodos pasó a una computadora en la que era procesada por varios programas para generar una señal capaz de controlar un brazo mecánico en forma precisa. (La computadora es necesaria porque las simples señales eléctricas del cerebro no pueden controlar directamente el brazo.)

El sistema era muy ingenioso: el macaco con los electrodos utilizaba un control en forma de palanca, similar a los de los videojuegos, para controlar el brazo mecánico, el cual observaba a través de una pantalla de computadora. En una primera etapa, el mono controlaba efectivamente el brazo al mover la palanca, mientras simultáneamente la computadora detectaba y “aprendía” qué señales estaba generando el cerebro del mono.

Posteriormente, la palanca se desactivaba y era la computadora, alimentada por los datos cerebrales, la que controlaba el brazo mecánico para que se aproximara a objetos y los tomara. Los datos cerebrales se usaban para calcular varios parámetros motores (posición de la mano, velocidad, fuerza de agarre) que luego eran transmitidos al brazo. El momento sorprendente era cuando los macacos se daban cuenta de que no necesitaban mover su propio brazo para controlar el brazo mecánico. Dice Nicolelis: “estábamos observando a la mona tarde una noche, cuando de pronto soltó la palanca y comenzó a jugar el juego... se dio cuenta de que no necesitaba mover la palanca. Fue casi como si nos estuviera diciendo ‘créanme, puedo hacerlo’... la mona estaba muy contenta, estaba entusiasmada de poder hacerlo”.

La habilidad de los macacos para manejar “mentalmente” el aparato va mejorando con la práctica, lo cual quiere decir que quizá su cerebro va incorporando en sus propios modelos neurales una representación del brazo mecánico. En otras palabras, quizá la conocida flexibilidad de las conexiones entre las neuronas sea tal que permita que, con el tiempo, los monos –y los humanos paralizados, si se desarrolla una versión del sistema aplicable a ellos– lleguen a percibir el dispositivo mecánico como parte de sus propios cuerpos.

Nicolelis estima que quizá en unos dos años pueda crearse un sistema similar aplicable a humanos. Tal vez no esté tan lejos el día en que Supermán pueda volver a mover un brazo de acero, y si tenemos suerte, quizá también unas piernas.