martes, 13 de enero de 2004

El señor de la globalización

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 13 de enero de 2004

A fines del año pasado, como tantos otros en todo el mundo, fui a ver la tercera película de la trilogía de El señor de los anillos: El regreso del rey. Y como tantos otros, salí maravillado. Sin duda se trata de una gran película (basada, claro está, en un gran libro).

Poco después, escuché en un programa de radio algunos comentarios sobre ambas obras (el libro y la película) que me llamaron la atención. Resulta que las obras de J. R. R. Tolkien, autor de la famosísima trilogía, se adscriben a una tendencia conocida como “antimodernismo”, la cual se caracteriza –aún sigue vigente– por un rechazo a los apabullantes avances de la ciencia, la tecnología y la industria.

El antimodernismo surgió como una reacción a los cambios, especialmente notorios a finales del siglo 19, que como resultado de la revolución industrial transformaron la forma de vida de millones de personas. Esta transformación no siempre fue para bien, y la desilusión que provocó el hecho de que las condiciones de vida de gran parte de la población no sólo no mejoraran, sino que empeoraran con la industrialización, es un factor que ocasionó el surgimiento de protestas en los países en proceso de industrialización. Sobra decir que durante el siglo 20 la tendencia antimodernista se ha mantenido, y con razón, a pesar de los indudables beneficios que el avance científico-tecnológico ha proporcionado a la humanidad.

Quizá la escena que más claramente muestra la tendencia antimodernista de El señor de los anillos se halla en la segunda película, Las dos torres. Se trata de la caída de Isengard, el reino de Saruman, el mago malévolo, a manos de los ents, árboles vivientes que son los guardianes de los bosques.

Saruman había talado bosques para construir plantas industriales (qué ironía) en las que fabricaba un ejército con el fin de conquistar la Tierra Media para su amo, el malvado Sauron. Es impresionante –y muy simbólico– ver cómo los ents, representantes del cuidado a la naturaleza, destruyen, con piedras y agua, las oscuras fábricas de Saruman. (Los globalifóbicos que desde la reunión de Seattle comenzaron a dar una digna lucha en contra de la globalización despiadada, y que hoy están reunidos en Monterrey, seguramente han tenido en mente esta escena.)

De hecho, se ha especulado que el famoso anillo de Sauron, centro de toda la trama, simboliza la bomba atómica, con su inmenso poderío de destrucción. Las novelas de Tolkien aparecieron más o menos en la época de la posguerra, alrededor de 1950, pero en realidad la trama había sido desarrollada desde los treinta, así que, como el mismo Tolkien lo afirma, no era para nada eso lo que él tenía en mente cuando escribió las novelas. (Lo cual no impide, desde luego, que hoy podamos interpretar así sus escritos.)

Algo curioso es que muchos consideran, erróneamente desde mi punto de vista, que El señor de los anillos es una obra de ciencia ficción. De hecho, en 1966 compitió de cerca con la trilogía de Fundación, de Isaac Asimov (ampliamente recomendables) por el título de “mejor serie de todos los tiempos” en la entrega de los premios Hugo (quizá el más prestigioso premio de ciencia ficción escrita).

Pero en realidad, además de su enfoque antiindustrial, creo que la ciencia está ausente en la trilogía de Tolkien. Más bien lo que se halla ahí son mitos, magia, seres sobrenaturales… La ciencia ficción, en cambio, utiliza el conocimiento científico aceptado, añadiéndole algún elemento fantasioso –pero no anticientífico ni sobrenatural– para crear una trama interesante en la que (frecuentemente) se intenta explorar el futuro.

No todas las obras de ciencia ficción están necesaria e incondicionalmente a favor de la ciencia (piénsese, por ejemplo, en las obras de Michael Crichton como Parque jurásico, La amenaza de Andrómeda o la recientemente llevada al cine Rescate en el tiempo, donde la tecnociencia es siempre la causa de todos los problemas). Pero en ellas nunca se duda de la efectividad de la ciencia y la tecnología como formas de entender y controlar la naturaleza. Y es precisamente este poderío lo que hace que, mal aplicadas, puedan ser peligrosas y destructivas.

El conocimiento científico y tecnológico pueden, desde luego, caer en manos de alguien que expresamente quiera causar daño. Pero más frecuentemente el daño puede ser producto de la ignorancia y el descuido (una mezcla explosiva). Las actuales discusiones, por ejemplo, sobre la conveniencia o no de utilizar cultivos transgénicos se debe a los temores de que los biotecnólogos, en un exceso de confianza, estén pasando por alto posibles efectos indeseados de las plantas modificadas genéticamente en los ecosistemas.

La visión antimodernista de Tolkien no es muy compatible con la apreciación de la ciencia, pero sin duda nos advierte sobre algo importante que puede aplicarse más allá del ámbito tecnocientífico y tiene importancia en la política: no basta con tener el poder para hacer cosas; hay que tener también la sabiduría para saber cuándo conviene hacerlas. Hace tiempo me llegó una foto trucada en que se veía a George W. Bush portando en su dedo el anillo de Sauron. (“¡Frodo falló!”, decía el pie de foto). Esperemos que no sea así, y que el mensaje de Tolkien tenga algún efecto en las discusiones en las que se decide la política global.

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