miércoles, 8 de febrero de 2006

Intolerancia, religión y política: la lección democrática de la ciencia

La ciencia por gusto -
Intolerancia, religión y política: la lección democrática de la ciencia

Martín Bonfil Olivera
8-febrero-06

Vivimos tiempos terribles: ningún adjetivo menos rotundo puede usarse para describir la actual disputa entre los países islámicos del Oriente Medio y los de la Unión Europea, causados por la publicación de una caricatura de un Mahoma con turbante explosivo que –literalmente– resultó profética. Un simple dibujo –publicado originalmente en Dinamarca, y posteriormente reproducido por diarios de otras naciones– ha provocado incendios en diversas embajadas europeas en países islámicos y la muerte de al menos cinco personas.

El creciente conflicto tiene fondo: la desigualdad entre un Medio Oriente pobre y marginado y un Occidente imperialista y rico. Pero en lo inmediato revela la confrontación entre dos visiones radicalmente opuestas de los principios que deben regir el comportamiento de los ciudadanos. De un lado, valores como democracia, laicismo y libertad de prensa y de crítica; del otro, los valores de una religión tan milenaria y tan valiosa como cualquiera, pero para la que la intolerancia ante las “faltas de respeto” a sus creencias –la representación gráfica de su profeta– está plenamente justificada. ¿Cómo conciliar? ¿Cómo explicarles que si bien su religión puede exigirles cierta conducta, no tienen derecho a querer imponérselas a quienes no compartimos su fe? (Y antes habrá que resolver el problema de qué tanto derecho tenemos a imponer ese valor, por encima de su fundamentalismo).

Mientras tanto, en México, nos estamos dando cuenta de que, no obstante nuestra historia –Leyes de Reforma, Guerra Cristera, separación de Iglesia y Estado– no estamos tan alejados de los fundamentalismos religiosos como quisiéramos creer. La valiente toma de postura del historiador Monsiváis frente al descarado proselitismo de un secretario de Gobernación que se resiste a comportarse como el funcionario laico que está obligado a ser trae el problema al frente del escenario público.

Frente a quien pudiera pensar que la protesta de Monsiváis es exagerada, las respuestas del ala más religiosa y conservadora del país dejan claras las cosas. Monseñor Abascal, con cinismo, tacha tramposamente de fundamentalista a quien protesta contra el fundamentalismo. La jerarquía católica se queja de que quieran “limitarnos y amordazarnos” (MILENIO Diario, 7 de febrero). Y la columnista Paz Fernández Cueto, vocera de lo más rancio del conservadurismo católico, revela sin cortapisas de qué se trata el juego.

En Reforma (3 de febrero), afirma que “...sería inexplicable un orden democrático moderno sin el reconocimiento de una soberanía superior a la del Estado”, y propone que los derechos fundamentales de las personas, “anteriores a cualquier Estado”, “no provienen de la voluntad asociada de los hombres” (con lo cual se lleva de corbata a Thomas Hobbes y al resto de la filosofía política). “Si tal fuera el caso –continúa– podrían ser abolidos ... de acuerdo a la opinión cambiante o al criterio imperante del momento. Si por el contrario esos derechos le corresponden al hombre independientemente de su voluntad, entonces tienen que ser de otro origen que algunos llaman divino...”.

¡Ya está! Para acabar con la posibilidad de que alguien cuestione o pretenda cambiar los principios que le gustan a la señora Fernández Cueto, basta con decretar que provienen de Dios. Por tanto, es obligatorio adoptarlos. Lo malo es que lo mismo afirman los prelados islámicos que fomentan las protestas que cimbran a Europa. ¿Cómo decidir entre dos fundamentalismos que afirman tener orígenes divinos?

¿Hay alguna alternativa? Sí: se llama democracia, y curiosamente se apoya en los mismos principios de pensamiento crítico que la ciencia. Como ya afirmaba Carl Sagan en El mundo y sus demonios, “los valores de la ciencia y los de la democracia concuerdan; en muchos casos son indistinguibles...”. Entre ellos destaca el de exigir pruebas y fundamentación racional para lo que se afirma, en vez de pretender que se acepte por el mero hecho de provenir de una autoridad (sea ésta política o religiosa).

Puede argumentarse que, en casos como éste, el pensamiento racional democrático (gemelo del científico) ofrece un fundamento más sólido y natural para buscar soluciones –y para decidir hasta dónde los derechos de unos pueden limitar los de los demás– que los dogmas religiosos. Habrá que ver si es posible convencer de esto a quienes opinan diferente e insisten en dictar cómo debemos pensar y comportarnos los demás.

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