miércoles, 1 de febrero de 2006

La utilidad de lo inútil

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera

La utilidad de lo inútil

1-febrero-06

En días pasados Román Revueltas Retes, en una penetrante serie de colaboraciones titulada “Nostalgia de lo maravilloso”, reflexionaba en este diario sobre la capacidad de los seres humanos para dejarnos engañar por todo tipo de creencias que encarnan esa cómoda y reconfortante forma de pensar llamada pensamiento mágico. Y aventuraba la interesante hipótesis de que muchas veces creemos en milagros, magia, poderes extrasensoriales, medicinas alternativas y demás formas de acercarnos a lo maravilloso debido a que “la ilusión de estos prodigios nos permite trascender, así sea por unos momentos, la brutal realidad del mundo material”, con sus problemas, miedos, limitaciones y (sobre todo) decepciones.

Pero más adelante lanzaba un curioso y pesimista reto al lector: “Pero, corre, ve y dile a los creyentes que tomar esas píldoras azucaradas es tan inútil como ingerir los placebos; comunícale a un adicto a la medicina naturista que en cuanto le detecten un cáncer más le vale salir corriendo para que le administren una dosis masiva de fármacos de laboratorio; notifícale a un fanático de la ecología que los cultivos transgénicos son exactamente iguales a los que la propia naturaleza ha modificado genéticamente a lo largo del tiempo; avísale a una supersticiosa que llevar un cuarzo anudado en el pescuezo es como llevar una obsidiana o una argolla de cobre o un eslabón de carey. Hazlo. A ver cómo te va”.

Tiene razón Revueltas: jugar el papel de escéptico es la receta perfecta para acabar etiquetado como eterno aguafiestas, cuando no de intolerante, cerrado y fundamentalista. Pero la verdad es que cuesta mucho quedarse callado ante tantos engaños. Ante charlatanes que, utilizando argumentos deshilvanados y muchas veces incoherentes, logran sin embargo engañar fácilmente a un público ansioso de consumir amuletos, píldoras o artefactos milagrosos que garantizan arreglar su vida, eliminar esos kilos de más, atraer el amor, el dinero o la salud, y tantas otras cosas.

Y es que el problema es que, más allá de la posibilidad lógica –siempre existente– de que quizá algunas de estas creencias alternativas pudieran tener alguna base (quizá sí existan vibraciones imperceptibles que afectan nuestra salud; quizá no sean las bacterias sino desequilibrios en los humores corporales los que causan tal o cual enfermedad; quizá los imanes o los cuarzos sí logren desviar la energía negativa –por más que los científicos digan que la energía no es ni negativa ni positiva–; quizá una sustancia terapéutica aumente su poder conforme esté más diluida; quizá los astros sí afectan nuestras vidas; quizá los extraterrestres sí nos estén observando detrás de las nubes –o de los postes de Mérida–); más allá de esa lejana posibilidad, digo, lo cierto es que ante la más que comprobada efectividad y precisión de las predicciones basadas en el conocimiento científico (las vacunas sí protegen al 99 por ciento de la población; el satélite artificial sí logra colocarse precisamente en la órbita prevista; las ondas de radio o el rayo láser sí nos permiten transmitir información a distancia y escuchar música en nuestro hogar sin que haya músicos presentes; la ingeniería genética sí produce nuevas variedades de trigo más resistentes o nutritivas...) cuesta mucho quedarse callado y no tomar partido por la ciencia cuando ve uno que se está engañando al prójimo ofreciéndole curas milagrosas.

Y tiene también razón Revueltas en su conclusión pesimista: no tiene mucho caso tratar de convencer a los creyentes en el pensamiento mágico. Pero quisiera añadir algo: hay otro sentido, menos inmediato, en que la empresa de difundir el pensamiento científico –que necesaria e inevitablemente se opone, tarde o temprano, al pensamiento mágico–, vale indudablemente la pena.

Y curiosamente, para alguien que proviene de las artes, como el violinista Revueltas, seguramente resultará familiar. Se trata del sentido que tiene promover la ciencia no como generadora de tecnología, o de soluciones a problemas particulares, sino como uno de los productos más refinados de la cultura humana. Quizá el verdadero motivo por el que vale la pena promover la visión del mundo que ofrece la ciencia es la misma por la que vale la pena celebrar el año de Mozart y compartir su música. Ya decidirá cada quien si prefiere escucharla o quedarse únicamente con lo que ofrece la música grupera.

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