jueves, 31 de diciembre de 2009

Objetividad y compromiso

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 31 de diciembre de 2009

Hace varias semanas, cuando el conflicto del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) estaba en su apogeo, me llamó la atención que Carlos Marín afirmara que el periodismo objetivo “no existe en el mundo”.

Tiene razón, sin duda (y no osaría yo discutirle al autor de uno de los manuales de periodismo más leídos en el país). La objetividad periodística absoluta es inalcanzable. E incluso lo es una objetividad aproximada, ya que inevitablemente el periodista —y el medio— responden a ciertos gustos, tendencias, opiniones e intereses, y ello distorsiona, tergiversa y hace selectiva la versión de los hechos que presentan. Pero ¿significa eso que el periodismo es, entonces, sólo una sarta de mentiras?

Comparemos con lo que ocurre en ciencia. La versión popular —por desgracia, muy inexacta— la ve como el súmmum de la objetividad.

Pero quien haya estudiado un poco de filosofía, sociología o historia de la ciencia habrá encontrado el poco tranquilizador hecho de que la famosa objetividad científica es, también, una entelequia indemostrable –y, para todo fin práctico, inexistente. La cantidad de factores ideológicos, culturales, psicológicos, socioeconómicos y hasta aleatorios que influyen para que una teoría sea aceptada como científica al tiempo que otras son rechazadas basta para hacer que cualquiera dude.

Y sin embargo, hay ciencia auténtica y hay falsa ciencia, así como hay periodismo cabal y seudoperiodismo que se vende.

Pero hay que matizar, para evitar malentendidos. A pesar de sus limitaciones filosóficas, tanto el periodismo como la ciencia —el buen periodismo y la buena ciencia— tienen un compromiso con la realidad. Un compromiso fuerte, sólido. Tienen que tenerlo; de otro modo, no servirían para nada.

El periodismo sirve. Para informar, investigar y permitir que el ciudadano forme opiniones y tome decisiones. Cumple una tarea vital en cualquier sociedad democrática. Y la ciencia sirve también: produce conocimiento, y tecnología derivada de él, que funcionan. No es infalible, pero nos ha ayudado, a lo largo de la historia, y con alto grado de eficacia, a resolver problemas y mejorar enormemente nuestro nivel de vida.

Los ideales son inalcanzables, pero renunciar a algo útil sólo porque es imperfecto es tirar el bebé con el agua de baño. Después de todo, la democracia también es imperfecta, pero tiene el compromiso de representar, lo más “objetivamente” posible, la opinión real de la mayoría de los ciudadanos.

¡Feliz 2010!
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miércoles, 23 de diciembre de 2009

Ciencia y política

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 23 de diciembre de 2009

A diferencia de los modelos simplificados de la teoría, la realidad es una maraña compleja, o más bien una red donde los elementos que la conforman se conectan unos con otros de modo intrincado y múltiple.

La ciencia es la disciplina que ayuda a entender tales conexiones. Produce modelos que, si bien idealizados, son confiables, y por ello nos ayudan a tomar decisiones apropiadas. La política, en cambio, es el arte de aprovechar esas conexiones, o crear las que hagan falta, para lograr que las cosas sucedan en una sociedad (“el arte de lo posible”, dicen que dijo el canciller von Bismarck).

El conocimiento científico muchas veces es impulso y cimiento para construir acciones políticas. Pero no basta: hace falta habilidad política para lograr que la trama se sostenga.

A veces se logra; a veces no. En Copenhague no se logró, a pesar de los datos científicos sólidos y el consenso sobre qué hacer. Los amarres opuestos al acuerdo —los costos económicos de reconvertir las industrias de países poderosos; los costos políticos inevitablemente ligados a ellos— lo impidieron.

En la Ciudad de México, en cambio, la habilidad política apoyada en el conocimiento moderno sobre el ser humano y su sexualidad permitió aprobar el matrimonio homosexual, incluso sin el injusto candado que impedía —con implícito argumento homófobo— la adopción.

Pero ciencia y política son procesos: no se detienen. Tarde o temprano, los acuerdos para paliar el daño climático tendrán que tomarse. A menos, claro, que descubramos algo nuevo: una inesperada buena noticia que tendría, también, que estar basada en la ciencia.

En cuanto a derechos humanos, sexuales y reproductivos, el avance, aunque lento, no cesa. Las autopsias estuvieron prohibidas, por motivos religiosos, durante siglos, hasta el renacimiento. Negros y mujeres, considerados inferiores, no pudieron votar sino hasta mediados del siglo pasado. La fertilización in vitro causó intenso debate, también por prejuicios religiosos; el hecho de que la expresión “bebé de probeta” suene hoy obsoleta muestra que las sociedades avanzan y asimilan los cambios que las benefician.

Hace poco, la homosexualidad se castigaba legalmente. Hoy se reconoce la igualdad plena de todas las parejas, sin importar su orientación sexual, ante la ley. En el futuro próximo hay otros temas pendientes: derecho al aborto, a la eutanasia, investigación con células madre. Y más allá, propuestas de “derechos animales” para grandes simios (gorilas, orangutanes, chimpancés).

En un estado laico, las decisiones deben basarse en conocimiento confiable, y tomarse para ampliar, no reprimir, los derechos de todos. La ciencia ayuda a la política a conformar nuevos amarres para que los cambios necesarios en la compleja red social puedan construirse y sostenerse. Enhorabuena… y feliz navidad.

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jueves, 17 de diciembre de 2009

Gays: ciudadanos de segunda

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 17 de diciembre de 2009

Por supuesto que, como explicó Carlos Marín el lunes en “El asalto a la razón”, la propuesta de matrimonios entre personas del mismo sexo es discriminatoria y “de segunda”, pues niega el derecho a adoptar. Refleja así el prejuicio homofóbico: los gays pueden casarse, pero no criar a un menor. ¿Qué tal si lo pervierten? (En otras palabras, al final ser gay sigue siendo algo malo.)

Pero los gays, lesbianas, bisexuales y transgénero han sido siempre ciudadanos de segunda. Hasta hace poco, la homosexualidad estaba penada por la ley (todavía lo está en muchos países).

Parte de la razón es que el discurso religioso considera cualquier comportamiento sexual que se aparte de la norma (o quizá simplemente cualquier comportamiento sexual) como “antinatural” y pecaminoso.

Pero —da flojera repetirlo— el comportamiento homosexual es tan natural que se presenta prácticamente en todo el reino animal (consulte el excelente libro La orientación sexual, de Luis González de Alba, Paidós, 2003, para más detalles). Hipócritamente, la iglesia lo califica de “inmoral” y “contrario a las leyes naturales”, cuando lo que quiere decir es “contrario a la ley divina”.

Como afirma el diputado David Razú, la propuesta de “matrimonio libre” “no atenta contra los derechos de nadie (…) porque actualmente es un derecho que tienen las parejas heterosexuales y lo que se pretende es dárselo a todos los ciudadanos”.

Y hablamos de entre 4 y 10 por ciento de los ciudadanos, no de una “minoría” insignificante, como afirma el majadero Hugo Valdemar, vocero de la Arquidiócesis de México. Ciudadanos que pagan impuestos y cumplen las mismas obligaciones que cualquier otro. Para negarles sus derechos, se necesitarían argumentos sólidos, no prejuicios y “mandatos divinos” transmitidos por representantes autonombrados.

Otra mentira de los opositores a la iniciativa es que “daña al matrimonio”. Nunca han explicado por qué. El matrimonio es una institución social, no natural. Pero el ser humano es el único animal capaz de trascender su naturaleza. ¿Por qué limitar el concepto de matrimonio o familia únicamente a la procreación?

Más que tolerancia —soportar algo con lo que no se está de acuerdo—, lo que la propuesta de matrimonio libre busca es avanzar hacia el respeto pleno a los derechos ciudadanos de todos. Es incompleta, pero sin duda su aprobación será un avance.

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miércoles, 9 de diciembre de 2009

¡Climagate!

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 9 de diciembre de 2009

El escándalo estuvo bien cronometrado: un mes antes de que comenzara la Conferencia de Cambio Climático de las Naciones Unidas en Copenhague, Dinamarca, unos hackers, probablemente rusos, entraron a los servidores de la Unidad de Investigación Climática de la Universidad de East Anglia, en Inglaterra. Extrajeron mil correos electrónicos y 2 mil documentos varios, que publicaron en internet.

¿Objetivo? “Demostrar” que los expertos en cambio climático manipulan datos, ocultan información, ridiculizan e insultan a sus contrincantes —los negacionistas del cambio climático, que niegan que el calentamiento sea real, o bien que lo consideran un fenómeno natural, no causado por las actividades humanas— y evitan que publiquen sus argumentos.

Y en efecto: algunos documentos parecen mostrar este tipo de manipulaciones. Se está investigando para determinar si ha habido mala práctica científica. Si se confirma, habrá sanciones. También se revisan los datos publicados, para verificar que sean confiables.

Pero lo más probable, con mucho, es que se trate de una campaña de desprestigio encaminada a debilitar la postura del Panel Internacional sobre Cambio Climático (IPCC), la ONU, la comunidad científica y los gobiernos que están discutiendo ahora mismo, en Copenhague, la urgencia de tomar medidas para disminuir las emisiones de gases de invernadero con el fin de atenuar, en lo posible, los daños que el calentamiento global está ya causando.

Y es que, para quien no sea especialista, exhibir los trapos sucios de los científicos en acción puede ser escandaloso. Frente a la imagen prístina e impoluta —pero falsa— de la ciencia como método infalible para descubrir verdades absolutas, ver a los investigadores como seres humanos con errores, envidias e intereses políticos es una buena manera de impugnar los resultados de sus investigaciones. Pero se olvida que la confiabilidad de dichos resultados no está dada por la personalidad de los científicos individuales, sino por un proceso colectivo, internacional y público de control de calidad muy difícil de manipular.

Es fácil desprestigiar inventando teorías de complot y exhibiendo datos aislados y fuera de contexto. Pero, sin ignorar los altísimos costos económicos y políticos de modificar de nuestra industria, hacernos tontos ante el cambio climático es un riesgo completamente inadmisible.

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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Aborto y falacias

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 2 de diciembre de 2009

La despenalización del aborto (o su penalización, en este pobre México que da un paso pa'delante y otro para atrás) no es un asunto científico, sino social y político.

Y también ético, claro… como todo lo social y político. Pero a diferencia de lo que ocurría en la edad media, cuando se creía que el único criterio ético válido era el dictado por la religión, hoy, en pleno siglo 21, contamos con el conocimiento científico como guía importantísima para normar las decisiones que tomamos como sociedad.

Por eso no pueden dejarse pasar falacias como la de que “la vida comienza con la concepción”, que el PRI, el PAN, la jerarquía católica y hasta el PRD están propalando para permitir que se aprueben leyes que limitan la libertad de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, vulnerando sus derechos humanos.

Refutarla es tan sencillo que da pena: la vida no comienza con la concepción, puesto que el espermatozoide y el óvulo, células cuya unión da origen al cigoto u óvulo fecundado (que se presenta como un ser humano “en potencia”), están vivas desde antes de la concepción. Si se toma la vida como valor absoluto, habría que considerar a las eyaculaciones nocturnas y las menstruaciones como asesinatos… “en potencia”.

Un intento de esquivar la objeción es definir que lo que comienza con la fecundación es la vida humana. Nuevamente, falso: tan humanos son espermatozoides y óvulos como un cigoto. Lo único que caracteriza como humano a un cigoto o embrión en las primeras etapas de desarrollo es su información genética… que está también presente en las células que le dan origen. (Y de cualquier modo, si la Iglesia quiere argumentar que la esencia del ser humano se reduce a sus genes, se está metiendo en problemas.)

Un ser humano no aparece de repente: se desarrolla. Antes de las doce semanas, no tiene un sistema nervioso que pueda sustentar las funciones de percepción y conciencia que caracterizan a una persona. (Por la misma razón, una persona con muerte cerebral irreversible deja de considerarse “viva”, aunque su corazón y pulmones sigan funcionando.)

Como escribió ayer Roberto Blancarte en Milenio Diario, lo que la autoridad religiosa está logrando, con la complicidad de los partidos, es “confesionalizar la política, debilitar al Estado laico, [e] introducir en la legislación y en las políticas públicas la norma católica”. Es claro: la penalización del aborto es injusta y tramposa. La ciencia y los derechos humanos nos dan argumentos suficientes para oponernos a ella. De otro modo, el precio lo seguirán pagando nuestras mujeres y la sociedad en su conjunto.

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