miércoles, 29 de septiembre de 2010

Investigar milagros

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de septiembre de 2010

Hace 14 años, en 1996, el ex-abad de la Basílica de Guadalupe, monseñor Guillermo Schulemburg, afirmó en la revista católica Ixtus que tenía dudas de la autenticidad de la aparición de la virgen al indio (hoy santo) Juan Diego: “Juan Diego fue un símbolo, no una realidad”, escribió. El científico Marcelino Cereijido comentó entonces que cuando leyó en el periódico que “el Vaticano investigaría el asunto” se sintió feliz al ver que los antiguos tiempos de dogmatismo y antirracionalismo en la iglesia católica parecían estar quedando atrás. Poco duró su alegría: se enteró de que a quien se investigaría sería ¡a Schulemburg! En vez de tratar de descubrir si la aparición milagrosa fue o no real, se cuestionó la credibilidad de quien se atrevía a ponerla en duda.

La verdad, era de esperarse: desarrollar un método –relativa, no absolutamente– confiable para investigar los hechos tratando de minimizar sesgos y errores le ha costado a la ciencia muchos siglos de prueba, error y discusión. Y el negocio de investigar “científicamente” los milagros nunca ha resultado muy fructífero.

Sin embargo, no falta quien lo intente. Por ejemplo, los cristianos fundamentalistas de varias denominaciones, que se obstinan en apoyar su interpretación literal de la Biblia con supuestos datos “científicos” para demostrar que Adán y Eva existieron, que el mundo fue creado hace sólo unos miles de años (no millones), que hubo un diluvio universal –cada cierto tiempo se encuentran los restos del arca de Noé en alguna ladera del monte Ararat– o que Jesús resucitó a Lázaro.

Hace unas semanas causó una divertida polémica un artículo publicado por científicos de la Universidad de Hong Kong en la revista Virology Journal donde sostenían que, analizado los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, habían llegado a la conclusión de que una mujer que había sido curada de una altísima fiebre por “Nuestro Señor Jesucristo” (¡sic.!) había probablemente padecido influenza.

La comunidad científica rápidamente los hizo objeto de burla, no porque sus resultados fueran erróneos, sino porque la investigación misma es esencialmente ridícula. La revista rápidamente retiró el artículo, reconociendo lo inadecuado de haberlo publicado (aunque se excusaron diciendo que lo habían hecho “sólo para despertar polémica”).

La semana pasada, otro estudio, esta vez de la Universidad de Colorado, EUA, publicado en la revista PLoS One, presentó un modelo hidrodinámico computarizado para analizar la posible realidad de otro milagro bíblico, la separación de las aguas del mar Rojo para permitir el paso a Moisés y al pueblo de Israel, que escapaban de Egipto.

Según los autores, un viento de 28 metros por segundo podría haber, efectivamente, separado las aguas en un trecho donde el mar era muy poco profundo. El milagro podría haber sido real, aunque con causas naturales.



¿Cuál es el problema? Uno, que los milagros por definición rompen las leyes de la naturaleza; si la ciencia logra explicarlos, dejan de ser milagros. Dos, que hallar posibles explicaciones de milagros no le sirve a nadie. Ni a la ciencia, porque las hipótesis sobre hechos no confirmados que ocurrieron sólo una vez son inútiles, ni a la religión, porque la fe se caracteriza por no requerir pruebas.

Puede ser divertido jugar al científico para ver si la Biblia tenía razón, pero estudios como éstos son, esencialmente, mala ciencia.

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miércoles, 22 de septiembre de 2010

Milagros, religión y ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de septiembre de 2010

Varios lectores, creyentes católicos, me han reclamado el exceso de atención dedicado últimamente a la religión en esta columna, que debería estar dedicada a la ciencia. Me disculpo.

Pero me disculpo por la falta de variedad en los temas, no por abordar de manera crítica asuntos sobre la relación ciencia-religión. En las semanas recientes la iglesia católica y las creencias religiosas han sido temas importantes a discutir, tanto en nuestro país como a nivel global.

Las recientes declaraciones del papa Ratzinger en su visita a Inglaterra, donde evocó, en su discurso de bienvenida, ante la reina Isabel, a la tiranía nazi “que deseaba erradicar a Dios de la sociedad” y luego comparó al nazismo con el ateísmo (“Al reflexionar sobre las lecciones del extremismo ateo del siglo XX, no olvidemos que la exclusión de Dios, la religión y la virtud en la vida pública llevan al final a una visión truncada del hombre y de la sociedad”) son un ejemplo.

Como ateo consciente de los muchos defectos y crímenes cometidos a lo largo de la historia por la iglesia católica, me siento ofendido. El papa usa argumentos falaces, y deliberadamente olvida que el nazismo se basó en gran parte en ideas cristianas (aunque no católicas), y que su colega Pío XII siempre se negó a denunciar las agresiones de Hitler contra los judíos, convirtiéndose así en un apoyo importante, así haya sido por inacción, del régimen nazi.

Como comentó recientemente Pepe Cervera en el excelente blog amazings.es, religión y ciencia tienen diferencias irreconciliables. Una es la certeza dogmática de la primera frente a la perpetua duda y disposición a cambiar de opinión de la segunda.

Pero otra muy importante es que la ciencia tiene que rechazar de inicio, a menos que haya pruebas irrefutables, el pensamiento mágico: la existencia de fenómenos sobrenaturales. En otras palabras, la ciencia exige un enfoque naturalista. La religión, en cambio, se basa precisamente en la creencia en espíritus todopoderosos y milagros.

Es por ello –y no por algún odio irracional– que alguien que se dedica a promover la cultura científica, como un servidor, tiene que decir algo cuando el mismo papa que ataca al ateísmo y difunde la falsa idea de que no se puede actuar éticamente si no se es creyente, beatifica a un clérigo anglicano del siglo XIX convertido al catolicismo, John Henry Newman (1801-1890), basándose en el supuesto “milagro” (requisito para ser beato; para la santidad, se necesitan dos) de que el diácono estadounidense Jack Sullivan sanó “inexplicablemente” de un mal de la médula espinal al encomendarse a dicho “venerable siervo de dios”.

El bloguero Martin Robbins, en el periódico británico The Guardian (13 de septiembre), se pregunta si dios estará perdiendo sus poderes, pues antes los milagros solían ser asombrosos: causar un diluvio, abrir el Mar Rojo, levantar muertos… Hoy se reducen a curaciones espontáneas como hay tantas (o incluso, falsas curaciones espontáneas, pues Robbins informa que en realidad Sullivan sanó gracias a una operación común y corriente).

Para colmo, el beato Newman podría resultar haber sido homosexual: tuvo una relación “extremadamente cercana” con el padre Ambrose St. John, también católico (cuando St. John murió, Newman comparó su pena con “la de un esposo o una esposa”, y pidió ser enterrado en la misma tumba que él). Lo cual no tendría nada de malo, si no contradijera las enseñanzas vaticanas respecto a la homosexualidad.

No hay remedio: o hacemos ciencia o creemos en milagros. La iglesia tiene derecho a escoger esto último, pero eso la convierte en la institución menos calificada para criticar al pensamiento racional.

¡Mira!

A propósito: si a usted le interesan estos temas, asista al 1er. Coloquio Mexicano de Ateísmo, que se celebrará el próximo 13 de noviembre en el Hotel Fiesta Inn Centro Histórico (Av. Juárez 76). Entre los oradores invitados estará este columnista. ¡Los lugares se agotan!

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miércoles, 15 de septiembre de 2010

El Ágora de Hipatia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de septiembre de 2010

Aunque el tema de esta columna sea la ciencia, y no la crítica cinematográfica, hay veces que la ciencia está presente en el buen cine. Hablemos de Ágora, la excelente película, recién estrenada en nuestro país, de Alejandro Amenábar (director de cintas también notables como Tesis, Abre los ojos, Los otros y Mar adentro).

La historia de Hipatia de Alejandría (360-370 a 415 de nuestra era), filósofa, astrónoma, matemática –en esos tiempos el saber todavía no estaba tan compartimentalizado– y, en general, estudiosa de la naturaleza, ha sido durante siglos símbolo de la mujer sabia, letrada, que nada envidia a los hombres en cuanto a capacidades intelectuales.

Es importante destacar que Hipatia es un personaje histórico: se tienen testimonios de primera mano de su existencia, de su labor como maestra en la ciudad de Alejandría –donde se hallaba la famosa Biblioteca (con mayúscula)–, de su capacidad para debatir, su belleza y su dedicación casi obsesiva al conocimiento (se cree que murió virgen, y se sabe que en alguna ocasión rechazó a un pretendiente –escena que aparece en la película– ofreciéndole un pañuelo impregnado en su sangre menstrual, para demostrarle que “no había nada bello” en el deseo sexual).

Hipatia (magistralmente personificada en la cinta por la guapa Rachel Weisz) escribió sobre diversos temas científicos: analizó la aritmética de Diofanto (uno de los primeros tratados de álgebra), la geometría de Euclides y la de las curvas cónicas (círculo, elipse, parábola, hipérbola, que juegan un papel importante en la cinta) y el Almagesto de Ptolomeo. Fabricó un densímetro, para medir la densidad del agua, e hizo tablas de sus observaciones de los cuerpos celestes. En la película se sugiere que pudo haber descubierto que las órbitas de los planetas son elípticas, no circulares, como hasta entonces se pensaba –descubrimiento que no ocurriría sino hasta unos 1,300 años después, con Johannes Kepler–, pero esto, como la parte romántica de la cinta, son sólo libertades creativas que se tomaron los guionistas (el propio Amenábar y Mateo Gil).

La muerte de Hipatia es un ejemplo de la intolerancia de una religión que desde siempre ha desconfiado de la exploración de la naturaleza y ha relegado a las mujeres a una posición secundaria ante los varones. Debido a su apoyo al gobernador romano Orestes, opuesto al obispo cristiano Cirilo (hoy san Cirilo de Alejandría), Hipatia fue linchada por una turba que la arrastró por las calles y la desolló con conchas afiladas (o quizá con guijarros –ostraca, en griego–, aunque otras versiones afirman que fue apedreada).

La cinta, filmada en Malta –curiosamente, en el mismo lugar donde se rodó Gladiador–, es una maravillosa recreación del Egipto de esa época, con los contrastes y conflictos entre el Imperio Romano y las diversas religiones –egipcia, judía, cristiana– que coexistían en la Alejandría de los siglos III y IV. Y muestra también cómo una religión en plena expansión, como la cristiana, puede llegar a ejercer violencia y represión comparables a la de cualquier totalitarismo.

Mostrar la inevitable oposición entre ciencia y religión causa siempre polémica, y Ágora no es la excepción: la cinta ya ha recibido críticas acerbas, por ser “anticristiana”: el Observatorio Antidifamación Religiosa (sic.) la acusa de estar “llena de falsedades históricas” para “cargar contra la Iglesia”, y en algunos países como Italia y Estados Unidos tuvo dificultades para conseguir distribuidor.

Lo cierto es que la cinta es una obra maestra, que nos hace reflexionar sobre el difícil avance del pensamiento científico, los peligros del fanatismo, y la maravilla de descubrir las leyes que rigen el universo. Y que muestra la historia, poco conocida por el público general, de una de las mujeres más fascinantes de la antigüedad. Más que recomendable, indispensable. ¡Gracias, Amenábar!

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miércoles, 8 de septiembre de 2010

El universo laico

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de septiembre de 2010

Mientras los jerarcas católicos mexicanos insisten neciamente en atacar al estado laico, calificándolo de “jalada” (y demostrando su excelente educación), o argumentando sandeces como que “los maizales no son laicos”, en otras latitudes un científico suscita polémica con una declaración de muy distinto nivel.

El inglés Stephen Hawking es, sin duda, el físico más famoso de nuestra época. Su escuálida figura, confinada a una silla de ruedas, ha sustituido al despeinado y distraído Einstein como la imagen clásica del científico: se lo puede ver constantemente en la prensa, y hasta en programas de TV como Los Simpson o Viaje a las estrellas. Es también una de las mentes más poderosas en la astrofísica y la cosmología modernas. Y –si creemos los rumores– un fuerte candidato al premio Nobel, si sus predicciones de que los hoyos negros (concepto que él propuso junto con su colega Roger Penrose en 1965) no sólo absorben todo a su alrededor, sino que también puede emitir energía (la llamada “radiación de Hawking”, postulada en 1974), son confirmadas por los experimentos que se llevan a cabo en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, en Suiza.

Su libro Breve historia del tiempo ha vendido más de 9 millones de ejemplares. Su última frase (“…si descubrimos una teoría completa, […] sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios”) ha sido vista por muchos como una declaración de fe religiosa.

Quizá por eso ha resultado tan escandalosa su afirmación, contenida en su nuevo libro The grand design (“El gran diseño”) de que el universo no necesitó de un creador. “El big bang fue una consecuencia inevitable de las leyes de la física”, escribió. “Debido a que existe una ley de la gravedad, el universo puede crearse a sí mismo, y se creará, de la nada. […] No es necesario invocar a Dios para encender la mecha y echar a andar el universo”.

En realidad, Hawking siempre ha sido ateo, o al menos, agnóstico. Ha defendido, también, la superioridad de la ciencia frente a las explicaciones religiosas del mundo. “Hay una diferencia fundamental entre la religión, que se basa en la autoridad, [y] la ciencia, que se basa en la observación y la razón. La ciencia ganará, porque funciona”, declaró recientemente en una entrevista en TV.

Pero, ¿puede la ciencia realmente probar que no existe dios, o que éste no fue el Creador? Estrictamente, no. Pero sí puede ofrecer explicaciones más simples… y además comprensibles. Eso logró Darwin con la biología: mostró que no era necesario un creador sobrenatural para que surgiera la maravillosa diversidad de seres vivos. La cosmología moderna muestra lo mismo respecto al universo. Después de todo, ¿qué es más simple: postular que un ser todopoderoso se creó a sí mismo, y luego creó el universo, o ahorrarnos un paso y postular –con argumentos teóricos sólidos a favor– que el universo se creó espontáneamente?

Desde luego, las protestas y críticas de las autoridades religiosas no se hicieron esperar. El arzobispo de Canterbury, líder de la Iglesia Anglicana; el rabino jefe de Inglaterra; el arzobispo primado de la iglesia católica inglesa, y el presidente del Consejo Islámico de la Gran Bretaña. Al mismo tiempo, el prestigiado biólogo Richard Dawkins –quizá el ateo más famoso del mundo– se alegró de las declaraciones: “el darwinismo expulsó a Dios de la biología, pero en la física persistió la incertidumbre. Ahora, sin embargo, Hawking le ha asestado el golpe de gracia”.

Pero lo que los ateos defienden es simplemente su derecho, basado en buenas razones, a no creer. En su excelente libro El espejismo de dios, Dawkins critica a quienes, sin creer, se declaran tibiamente “agnósticos”, sólo porque no pueden probar que dios no existe… lo cual, por supuesto, es imposible. Pero basta con no creer en él, sin necesidad de probarlo, para ser ateo, con todo derecho. Desgraciadamente, muchos creyentes se proclaman ofendidos sólo porque alguien afirme públicamente su ateísmo.

Declaraciones como la de Hawking ayudan a que, poco a poco, la sociedad vaya aprendiendo a tolerar la visión naturalista del mundo, que prescinde de elementos sobrenaturales. ¡Y que funciona!

¡Mira!

El sábado 13 de noviembre se llevará a cabo, en la ciudad de México, el 1er Coloquio Mexicano de Ateísmo, con el lema “La fe no mueve montañas, la ciencia sí”, en el que este columnista participará como orador. ¡Participe!: www.ateosmexicanos.org


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miércoles, 1 de septiembre de 2010

El arma tectónica

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1 de septiembre de 2010

“La naturaleza aborrece el vacío”, dicen que dijo Aristóteles. Pues resulta que la mente humana también, y si halla vacíos informativos –ignorancia, pues– tiende a llenarlos con todo tipo explicaciones, incluyendo teorías de conspiración.

Un ejemplo reciente lo mencionó la columnista de Milenio Diario Irene Selser el pasado 16 de agosto, al citar un texto, publicado también en Milenio, del “sociólogo y académico español experto en geopolítica”, Juan Agulló (8 de agosto) donde advierte sobre la posibilidad de que la marina estadounidense esté experimentando con “armas climáticas”. Cita como evidencia que “las últimas diez grandes catástrofes ‘naturales’ [comillas suyas], cinco han tenido lugar en países como Birmania, Pakistán, China, Irán y Afganistán cuyas relaciones con Estados Unidos no son fluidas”. “¿Casualidad?”, se pregunta, sospechosista.

Dejando aparte el hecho de que los terremotos no son fenómenos “climáticos”, el origen del rumor está en una nota difundida por la prensa oficialista de Venezuela, en la que el gobierno de Hugo Chávez informa que “un reporte de la Flota Rusa acusa a Estados Unidos y ‘una de sus armas de terremotos’ [comillas del original] de provocar el sismo del 12 de enero” en Haití.

El culpable sería un proyecto de la Marina y Fuerza Aérea estadounidense
s llamado HAARP, siglas en inglés del Programa de Investigación Activa de Alta Frecuencia de las Auroras. Se trata de un conjunto de 360 radiotransmisores y 180 antenas que cubre 14 hectáreas cerca de Gakona, Alaska, según un minucioso reportaje publicado en 2008 en la revista científica Nature.

Este “calentador ionosférico”, construido entre 1990 y 2007, envía ondas electromagnéticas de alta frecuencia a la ionósfera, capa externa de la atmósfera donde la radiación solar ioniza los átomos de oxígeno y nitrógeno, y causa –a veces– fenómenos luminosos como las auroras boreales. El objetivo expreso de HAARP es “estudiar las propiedades y comportamiento de la ionósfera, para comprenderla y utilizarla para mejorar los sistemas de comunicación y rastreo para fines tanto civiles como militares”. Esto podría servir para disminuir el daño a las telecomunicaciones que causan las tormentas solares y otras alteraciones de la ionósfera, mejorar la comunicación con submarinos (una de las metas originales del proyecto) e incluso explorar la composición mineral del subsuelo (y, de paso, mapear los complejos militares subterráneos de países enemigos).

El proyecto HAARP, que comenzó a funcionar al 100% en 2008, ha conseguido avances como producir una aurora artificial (logro que ya antes había sido alcanzado por una instalación similar en Escandinavia). A partir de esto, se han desatado rumores fuera de toda proporción: de acuerdo con las páginas web conspiratorias más extremas, HAARP podría bloquear las radiocomunicaciones en grandes áreas, destruir misiles enemigos, modificar el clima al calentar capas específicas de la atmósfera, alterar su composición, y manipular y “perturbar los procesos mentales humanos”, para “mermar el desempeño cerebral de grandes poblaciones en regiones específicas”.

En realidad, es imposible que una antena de alta frecuencia como HAARP cause alteraciones climáticas, y mucho menos terremotos, que se deben al movimiento de las placas tectónicas sólidas que flotan sobre el magma fluido del manto terrestre. No hay manera, hasta ahora, de que el ser humano pueda influir en fenómenos de tal magnitud. (Del control mental no vale la pena ni hablar.)

Pero el mundo de las teorías conspirativas es muy grande… tanto como la falta de cultura científica. No sólo en el tercer mundo, sino también entre los ciudadanos de países avanzados. Ante esto, los medios -y los gobernantes- debemos esforzarnos por verificar mejor nuestras fuentes, para no dar validez a rumores sin fundamento.

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