miércoles, 27 de junio de 2012

Periodistas, ciencia y fraudes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de junio de 2012

El lunes pasado ocurrió una balacera en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Aparte de lo alarmante del hecho, y de los detalles de lo sucedido, preocupa la evidente incapacidad de las fuerzas de seguridad nacionales para proteger a los ciudadanos.

La preocupación crece cuando vemos notas como la que apareció en varios medios (Milenio incluido) el pasado 20 de junio. Evidentemente basada en un boletín de la Fiscalía de Durango, en ella se daba por buena, sin mayor cuestionamiento, la versión de que el llamado “detector molecular” GT200 es una importante herramienta en el combate al narcotráfico, pues es “considerado como el equipo más confiable y avanzado del mundo como detector de sustancias, aún siendo ocultas en aceite y petróleo”.

Ya en otras ocasiones hemos hablado del fraude del GT200, con que la empresa Global Technical y sus distribuidores como Segtec, en México, han engañado a varios gobiernos del mundo vendiéndoles a precio de oro estos inútiles artefactos, que prometen localizar a distancia drogas, explosivos y cualquier cosa que uno desee. Aunque el gobierno de Gran Bretaña advirtió a nuestro país en marzo de 2010 que se trataba de una estafa –los “detectores” no son mejores que el azar, no se basan en ningún principio científicamente posible, y ¡están huecos por dentro!–, han seguido siendo comprados y utilizados por las fuerzas armadas. El problema se ha denunciado ampliamente en varios medios, pero persiste. Afortunadamente, como comentábamos aquí la semana pasada, el Senado de la República propuso el pasado 30 de mayo un punto de acuerdo para pedir al Poder Ejecutivo que investigue la supuesta efectividad de dichos aparatos.

¿Por qué se sigue dando credibilidad en los medios a este tipo de desinformación? En parte, por falta de entrenamiento. Los científicos y los periodistas comparten muchas cosas; entre ellas, el pensamiento crítico y el rigor metodológico que los hace cuestionar por principio la información que reciben, contrastar sus datos, confirmar sus fuentes, verificar cada hecho.

Pero no es tan raro que los científicos lleguen a caer en los engaños de charlatanes y seudocientíficos, pues como explica el escéptico profesional James Randi –que ha desenmascarado a tantos vivales– no están acostumbrados a lidiar con tramposos (la naturaleza no hace trampas).

Los periodistas, por su parte, son formados con el criterio de, ante una polémica, darle voz a ambos bandos, en aras de la imparcialidad. Y normalmente es una buena estrategia… pero cuando se enfrentan a seudocientíficos, al confrontarlos con verdaderos expertos, poniéndolos al mismo nivel, les dan un lugar que no merecen, y ayudan a legitimarlos ante el público, lo cual termina perjudicando a la sociedad.

Sin duda, en temas relacionados con la ciencia y la tecnología, donde resulta tan fácil que un impostor se haga pasar por experto para vender curas milagrosas, tecnologías infalibles, fuentes inagotables de energía y otras pócimas, es importante que los medios promuevan la formación de periodistas especializados. Se trata ya no de un lujo, sino de una necesidad. De otra manera, seguiremos viendo en los medios no sólo falsas noticias como la captura del “hijo” del Chapo, sino de varitas mágicas que pueden detectar a los malosos… y que sólo fracasan, poniéndonos a todos en riesgo.

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miércoles, 20 de junio de 2012

Los molestos escépticos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de junio de 2012

A nadie le caen bien los escépticos, esos personajes que hacen de la duda su profesión. Que desconfían, por principio, de todo lo que se les dice. Que no creen (o que a veces, como dice el diccionario de la Real Academia, “afectan no creer”).

El escepticismo va directamente en contra de la fe: la creencia en algo sin necesidad de pruebas (no extraña que santo Tomás apóstol haya sido tan criticado: necesitó pruebas tangibles antes de creer). Por eso es una de las herramientas fundamentales de la ciencia, y en general del pensamiento crítico.

Pero para ser útil, el escepticismo tiene que ser racional e informado. No se trata de rechazar neciamente todo dato nuevo, sino de exigir la evidencia suficiente para confiar en él (sin que deje por ello de estar sujeto a una constante revisión). Sobre todo en los casos en que lo aseverado va en contra del conocimiento convencional: afirmaciones excepcionales requieren de pruebas excepcionales.

Quizá la frase distintiva de todo científico, al enfrentar una afirmación novedosa, sea “¿y cómo lo sabes?”. El escepticismo científico, la negativa a dar por buena una información sin conocer su respaldo, es la base de la confiabilidad de la ciencia. A diferencia de quienes practican otras formas de pensar –señaladamente, el voluntarismo tan de moda en las “filosofías” de autosuperación y los esoterismos new age–, el científico hace todo esfuerzo posible para distinguir lo que es, los hechos, de lo que cree o lo que le gustaría que fuera.

Por eso exige evidencia, y diseña tantas metodologías –instrumentos, pruebas clínicas, análisis estadísticos– para reducir al mínimo los sesgos que sus creencias, prejuicios, opiniones y esperanzas puedan introducir en los resultados de sus investigaciones.

Pero hay también personas que, sin ser investigadores científicos, cultivan el pensamiento crítico de manera regular, y dedican una parte importante de su tiempo a revisar las afirmaciones seudocientíficas que frecuentemente circulan en los medios, a recabar datos para contrastarlas, a criticar sus incongruencias y, en caso de hallar que no se sostienen, a denunciarlas y combatirlas. Se etiquetan a sí mismos como “escépticos”, y florecen en la blogósfera y las redes sociales (y, desde antes, a través de listas de correo, revistas y publicaciones diversas).

Estos “divulgadores escépticos” cumplen un papel complementario al de los investigadores, divulgadores y periodistas científicos. Los datos que recopilan son muchas veces más precisos y abundantes que los que pueden conseguir estos especialistas, y como los escépticos los comparten generosamente, resultan de gran utilidad en el combate tanto a seudociencias aparentemente inocuas ­–astrología, curaciones milagrosas, creencia en ovnis, (que sin embargo minan nuestra capacidad de pensamiento crítico, al promover la credulidad)– como a otras realmente peligrosas: ideas como que el sida no es causado por un virus o que las vacunas son dañinas.

De vez en cuando, el pensamiento crítico obtiene pequeñas victorias, como el pasado 30 de mayo, en que se propuso en el Senado de la República un punto de acuerdo para “evaluar la efectividad” (nula) “y funcionamiento de los detectores moleculares GT200 adquiridos por el gobierno mexicano”, que como se sabe, son completamente inútiles y fraudulentos.

Sin duda, aunque a veces su crítica resulte molesta, la terquedad y meticulosidad de los divulgadores escépticos es necesaria. Y ocasionalmente, rinde importantes frutos.

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miércoles, 13 de junio de 2012

Evolución por parásitos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de junio de 2012

En Malasia existe una enorme flor, llamada Rafflesia, que además de ser la más grande del mundo (hasta un metro de diámetro) y tener un olor fétido se distingue por ser parásita. No tiene tallo ni hojas, y para sobrevivir depende de otra planta, de la familia de las vides, llamada Tetrastigma.

La semana pasada, investigadores de Estados Unidos, Malasia y Singapur, encabezados por Charles Davis, publicaron en la revista BMC Genomics una investigación en la que describen algo sorprendente: los genes de Tetrastigma fueron “robados” por Rafflesia, y ahora forman parte de su genoma. Esto podría ayudar a la parásita a evadir las defensas del organismo parasitado (hospedero).

La “transferencia horizontal de genes” no es algo nuevo: desde hace décadas se sabe que ocurre en bacterias, y los virus suelen hacer malabares con los genes de los distintos huéspedes a los que parasitan (en el genoma humano existen miles de fragmentos de virus que quedaron insertados en él: son el 8% de nuestra información genética).

Pero hasta ahora no se había descubierto que también otro tipo de parásitos pudieran mezclar su material genético con el nuestro. Pues bien: investigadores de las universidades de Brasilia y de Minas Gerais, en Brasil, publicaron hace poco en la revista PLoS ONE los resultados de otra investigación sorprendente.

Trypanosoma cruzi,
entre algunos glóbulos rojos
Mariana Hecht y sus colegas, del grupo de Antonio Teixeira, estudian el mal de Chagas, una enfermedad causada por el parásito Trypanosoma cruzi, que se transmite por el piquete de la chinche Triatoma infestans (chinche besucona, vinchuca) y otros insectos del mismo género, y que produce, luego de varias décadas, graves daños a los órganos del paciente, normalmente el corazón. El tripanosoma es un protozoario complejo: además de los genes de su núcleo, tiene cientos de pequeños “minicírculos” de ADN en sus mitocondrias, que contienen hasta 30% de su información genética, y pueden pasar a las células de su hospedero.

Intrigados por el hecho de que los pacientes tratados con medicamentos que eliminan a los tripanosomas frecuentemente siguen presentando daños al corazón, Hecht y sus colegas propusieron que podría tratarse del sistema inmunitario del paciente, que ataca proteínas del tripanosoma que se siguen produciendo. Para averiguarlo, analizó a cinco familias brasileñas en las que los miembros más viejos padecían el mal, y encontró que no sólo se hallaban los genes de tripanosoma insertados entre los genes de las personas infectadas (25 de 87 sujetos) –en ocasiones alterándolos–, sino también en sus descendientes no infectados.

Además de dar evidencia de que los daños de la enfermedad de Chagas podrían ser de naturaleza autoinmune como resultado de los genes de tripanosoma, los resultados de Hecht indican que los genes de tripanosoma han pasado a formar parte de la línea germinal humana de esas familias. Probablemente pronto descubriremos que no es el único caso.

Árbol evolutivo que muestra
transferencia horizontal de genes
Las implicaciones para el estudio de la evolución en general es tremendo. El claro y ordenado árbol evolutivo que Darwin vislumbró, base de la clasificación de los seres vivos, supone que los genes de transmiten verticalmente, de padres a hijos. La transferencia horizontal de genes trastoca por completo esta visión, convirtiendo al árbol de la vida en una red confusa, y haciendo que el concepto de especies distintas se vuelva borroso.

El descubrimiento significa también que la evolución humana –y probablemente la de todos los organismos– ha sido influenciada enormemente por los parásitos con los que hemos convivido. Como dicen los autores del estudio, “la población humana podría ser un mosaico de todos los organismos a los que ha estado expuesta a lo largo de su historia”.

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miércoles, 6 de junio de 2012

Luz contra el Alzheimer

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de junio de 2012

Me atrevo a decir que el mal de Alzheimer es la enfermedad más terrible que conozco, porque no destruye el cuerpo, sino el alma (y nos confirma, por cierto, que ésta no puede existir sin un cerebro que la genere).

Como se sabe esta enfermedad, descrita por primera vez por el alemán Alois Alzheimer en 1906, causa el deterioro paulatino de las capacidades mentales, comenzando por la memoria a corto plazo, y avanza destruyendo la totalidad de los recuerdos, perturbando la respuesta emocional, interfiriendo con la capacidad de hablar, y finalmente, en etapas avanzadas, dañando las funciones motoras y respiratorias, hasta causar la muerte.

Se presenta con mayor frecuencia en mayores de 65 años, y hasta el momento no se cuenta con ningún tratamiento realmente efectivo para prevenirla o demorar su avance. Se cuenta, eso sí, con pruebas diagnósticas (psicológicas y estudios de imagenología que muestran el deterioro del tejido cerebral) que permiten detectarla en sus etapas tempranas, y se sabe de algunos genes ligados a una mayor susceptibilidad a padecerla. Pero todo ello es inútil en ausencia de tratamientos mínimamente efectivos, y sólo sirve para causar angustia.

En cuanto a sus causas, aunque se ignora qué la detona en última instancia, se conocen los dos mecanismos moleculares que destruyen el tejido cerebral: la acumulación de un fragmento de desecho (llamado amiloide beta) de una proteína normal del cerebro, que en vez de ser eliminado correctamente, se aglomera formando placas entre las neuronas, y la formación de ovillos anormales de otra proteína, llamada tau, dentro de ellas, que también contribuye a destruir el tejido nervioso.

Formación de placas de amiloide beta
Es por ello que el descubrimiento, publicado en la revista Science el 23 de marzo pasado (y dado a conocer electrónicamente por anticipado el 9 de febrero), de un fármaco que podría resultar efectivo para combatir este mal ofrece una pequeña luz de esperanza.

Se trata de un compuesto anticancerígeno llamado bexaroteno (nombre comercial: Targretin). El grupo de investigación encabezado por Gary Landreth, de la Universidad de la Case Western Reserve, en Cleveland, Ohio, había descubierto en 2008 que la activación de la apolipoproteína E (apoE) –molécula involucrada en el metabolismo del colesterol– era importante en el proceso que normalmente elimina los fragmentos de amiloide beta del tejido cerebral. En los pacientes con Alzheimer, este mecanismo falla, y la apoE no estimula a las células que devoran los materiales de desecho en el cerebro (macrófagos y células gliales). De hecho, se sabe que una variante del gen de la apoE, apoE4, predispone a un mayor riesgo de padecer Alzheimer.

Landreth y sus colaboradores razonaron que el bexaroteno podría resultar efectivo contra el Alzheimer, ya que se sabe que estimula la activación del gen que fabrica la ApoE. Utilizando cuatro diferentes tipos de ratones que sirven como modelos experimentales del Alzheimer (ninguno de ellos reproduce exactamente la enfermedad humana), probaron su efectividad, con resultados sorprendentes. En sólo 72 horas, la cantidad de amiloide beta en el cerebro de los ratones disminuyó en 50%; la presencia de placas en ratones con deterioro avanzado bajó 25% en seis horas, y su memoria –medida mediante pruebas psicológicas como resolver laberintos o por entrenamiento olfatorio– y su función neural mejoraron también notablemente. Los ratones también recuperaron, en 72 horas, comportamientos como el construir nidos, que habían perdido debido al deterioro.

Aunque los resultados son extremadamente prometedores, son preliminares. Lo que funciona en ratones no siempre funciona en humanos, y el camino de un descubrimiento de laboratorio como éste al desarrollo, aprobación y comercialización de un medicamento es largo y tortuoso. Pero, si hay mucha suerte, en 5 a 10 años quizá tengamos un fármaco eficaz contra las etapas tempranas de este mal, y quizá capaz de retrasar su avance.

Una vez más la mal llamada “ciencia básica”, por abstrusa que parezca, muestra que tarde o temprano acaba por ofrecer un poco de luz en la oscuridad del combate incluso a las situaciones más desesperadas.

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