miércoles, 30 de enero de 2013

El mono lector

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de enero de 2013

En su reciente libro Los ojos de la mente (Anagrama, 2011), el magnífico escritor y neurólogo Oliver Sacks plantea lo que denomina “el dilema de Wallace” (en referencia a Alfred Russell Wallace, que descubrió, independientemente de Charles Darwin, la teoría de la evolución por selección natural… “pobrecito Wallace”, decía mi maestra de biología en la Preparatoria no. 6, Palmira de los Ángeles Gómez Gómez).

Sacks, como acostumbra, presenta, convertidos en literatura, los casos clínicos de sus pacientes. La historia del escritor Howard Engel (“Un hombre de letras”), que padecía alexia (la incapacidad de leer, como consecuencia de un infarto cerebral, curiosamente independiente de su capacidad de escribir, que permaneció inalterada: alexia sin agrafia –aunque lo incapacitaba para revisar incluso lo que había escrito un momento antes) lleva a Sacks a reflexionar sobre la evolución de la capacidad de leer.

Y es que la lectura depende crucialmente de un área en el lóbulo occipital del hemisferio dominante del cerebro (normalmente el izquierdo, que maneja el lenguaje). Pero mientras que el ser humano apareció hace más de 250 mil años, y el habla poco después, el lenguaje escrito tiene sólo unos cinco mil años. ¿Cómo pudo haber evolucionado un área especializada en el cerebro para reconocer letras y palabras –e interpretarlas con el alto nivel de complejidad que caracteriza a la cultura escrita actual (y que queda de manifiesto cuando hay alteraciones cerebrales que la inutilizan)– antes de que éstas existieran?

El problema obsesionó a Wallace. Como solución, propuso que dicha capacidad cerebral era muestra de la existencia de Dios, que la habría implantado en los humanos primitivos en espera de que la cultura avanzara lo suficiente para poder aprovecharla.

Por supuesto, Sacks aclara, como buen darwiniano (y buen científico) que hay otra explicación que no recurre a lo sobrenatural. El cerebro humano evolucionó para reconocer e interpretar el ambiente; simplemente, los finos mecanismos visuales que permiten detectar formas y patrones naturales fueron aprovechados para un uso nuevo: reconocer e interpretar signos artificiales. Prueba de ello es que todos los sistemas de escritura que existen (menos los creados artificialmente) poseen rasgos no geométrica, pero sí topológicamente similares a los que se hallan en ambientes silvestres.

La virtuosa pluma de Sacks narra cómo su paciente, aún sin poder leer, aprendió a “trazar” con su lengua las letras individuales que veía, para poder “sentirlas”, y logró así volver a escribir novelas. El cerebro humano no deja de asombrar con su complejidad y plasticidad, que le permite adaptarse incluso a las situaciones más extremas.

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 23 de enero de 2013

Más ciencia chatarra

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de enero de 2013

La ciencia, con su rigor y método, con su pensamiento crítico, debería estar a salvo de charlatanes (más allá del ocasional fraude científico). Pero no: los estafadores han logrado penetrar hasta su sanctasanctórum: las revistas académicas especializadas.

Los también llamados journals, en los que los investigadores científicos de todo el mundo publican artículos en los que reportan los resultados de su trabajo, son parte central de la producción de conocimiento científico. El riguroso proceso de arbitraje (peer review) de dichos artículos es el corazón del sistema de control de calidad de la ciencia.

Tradicionalmente las revistas científicas reciben los manuscritos y los envían anónimamente a árbitros expertos, que pueden pedir modificaciones o correcciones, o rechazarlos. Si los artículos satisfacen los requisitos de calidad (interés y pertinencia, rigor lógico, metodología correcta, conclusiones adecuadas, buena planeación experimental, etcétera), son publicados. El costo del proceso se paga mediante suscripciones, a veces muy caras, pagadas por bibliotecas y por investigadores particulares, junto con la venta de anuncios.

Pero con el surgimiento de internet el número de suscripciones ha bajado, con el consiguiente aumento en el costo. Por ello ha surgido el movimiento de acceso libre (open access) a las revistas científicas: en este nuevo modelo, no se requiere suscripción, pues están disponibles gratuitamente en internet. En cambio, son los autores de los artículos quienes pagan un alto costo por publicar en la revista. (Por cierto, también en el mundo de la literatura se cuecen habas, como muestra la anécdota que narra el pasado lunes en Milenio Diario Xavier Velasco sobre sus peripecias para lograr sus primeras publicaciones.)

Hace unas semanas comentábamos aquí cómo un experto estadounidense denunciaba la “chatarrización” de las revistas de acceso libre, debido a que este sistema las tentaba a publicar el mayor número posible de artículos, en detrimento de la calidad.

Pero hay algo peor: la corrupción. Como la evaluación de los científicos depende crucialmente de la cantidad de artículos que publiquen (el famoso “publicar o morir”), han surgido muchísimas revistas científicas falsas (subestándar, sospechosas, depredatorias, fantasma, fake… aún no hay acuerdo sobre cómo llamarlas), que publican cualquier artículo (incluso textos plagiados) sin someterlo a un arbitraje riguroso, o sin arbitraje, con tal que el autor pague. Así, esas revistas ganan dinero, y el investigador simula estar publicando ante sus evaluadores y patrones y justifica así su salario.

Un reciente reportaje en el sitio SciDev.net (que difunde la investigación científica que se realiza en los países del tercer mundo), y una nota en la revista Nature publicada en septiembre del año pasado, señalan que estas falsas revistas proliferan en países como India, Pakistán o China, y utilizan prácticas desleales para engañar a investigadores en todo el mundo –especialmente de países en desarrollo– para que publiquen en ellas. Como señalan varios expertos, urge un esfuerzo internacional, así como local, para combatir esta “ciencia chatarra” y proteger la calidad académica de las revistas científicas. De otro modo, esta crisis puede convertirse en el inicio de una pérdida general de la credibilidad de la ciencia. En una época donde escasean los apoyos y florecen las seudociencias y charlatanerías, esto es lo que menos necesitamos.

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 16 de enero de 2013

¿Pájaros fumones?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de enero de 2013

No es la nueva versión del popular juego Angry Birds. Tampoco se trata, estrictamente, de aves con tabaquismo; pero sí de pájaros (concretamente, gorriones y pinzones del DF) que tienen el extraño hábito de coleccionar colillas de cigarro (cigarrillos, para lectores de otras latitudes). Sólo que no para fumarlas, sino para incorporarlas en sus nidos.

Curioso, pensará usted. Pero para Monserrat Suárez Rodríguez, de 23 años, estudiante de biología de la UNAM, lo curioso puede ser el inicio de una buena investigación, como la que realizó para su tesis de licenciatura (con un título típicamente enmarañado: “Características del nido y conducta de anidación de dos aves urbanas [Passer domesticus y Carpodacus mexicanus] con énfasis en el uso de filtros de cigarro”).

Monserrat pensó que las aves podrían estar añadiendo las colillas a sus nidos no sólo por ser un material disponible en la ciudad (como ecóloga, se interesa en estudiar los cambios el ambiente urbano impone en la conducta y supervivencia de los animales), sino porque podrían darles alguna ventaja que aumentara su supervivencia o reproducción (los biólogos siempre buscan la posible ventaja evolutiva que pueda haber en la conducta o características de los seres vivos).

Una posible utilidad de las colillas es que, por su alto contenido de nicotina (que queda atrapada en el filtro al fumarlos), las aves podrían estarlas usando como repelente para los piojos que las parasitan a ellas y a sus crías (los parásitos son una de las principales presiones evolutivas que enfrentan los seres vivos). No sería la primera vez: se sabe de aves que incorporan a sus nidos plantas que producen sustancias que repelen a los insectos (un ejemplo del comportamiento que se conoce como “automedicación”, y que favorece la supervivencia de la especie). Y no hay que olvidar que la función natural de la nicotina del tabaco es, precisamente, proteger a la planta contra parásitos.

Pero no basta con tener una hipótesis plausible: hay que comprobarla. Junto con su tutor, Constantino Macías, del Instituto de Ecología de la UNAM, Monserrat la sometió a prueba, por dos vías: vio si el número de colillas en un nido tenía relación con el número de parásitos (ácaros, unos artrópodos similares a los piojos, aunque no son insectos, como éstos) que contenía; halló que sí: a más colillas, menos ácaros. Y usando unas “trampas de calor”, que normalmente atraen a los ácaros, observó si el poner colillas nuevas o usadas alteraba el número de ácaros que salían de los nidos para acercarse a las trampas de calor: nuevamente, hallaron que los filtros de las colillas usadas, pero no de las nuevas, aleja a los parásitos. (Por cierto, para obtener de manera estandarizada las colillas usadas para su experimento tuvieron que construir una “máquina fumadora”, y usaron un paquete de 400 cigarros de la marca Marlboro.)

Los resultados son tan interesantes –y el estudio está tan cuidadosamente hecho– que fueron publicados el pasado 5 de diciembre en la revista Biology Letters, de la Royal Society de Londres. Por lo pronto Monserrat –que quiere dedicarse a la investigación– ha mostrado que muy posiblemente las aves sean capaces de adaptarse al ambiente urbano, aprovechando los materiales disponibles para mejorar sus posibilidades de supervivencia.

Pero habrá que profundizar. Podría haber otras razones para que los pájaros estén usando las colillas (por ejemplo, que el material de los filtros sirva como aislante térmico, o como colchón). Y para que estrictamente se pueda hablar de “automedicación”, se tendría que confirmar, aparte del requisito de que las colillas alejan a los parásitos, que es por eso que las aves las incorporan a los nidos (y no, por ejemplo, por casualidad o sólo porque están disponibles) y que el efecto de las colillas sobre los parásitos beneficia efectivamente a las aves (por ejemplo aumentando su supervivencia). En su tesis de doctorado, Monserrat buscará confirmarlo. Ya nos enteraremos si los pájaros, además de enojones, son tan instintivamente “inteligentes”.

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, 
¡suscríbete aqui!

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:

miércoles, 9 de enero de 2013

Sorpresas galácticas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de enero de 2013

Las galaxias son conjuntos ordenados de miles de millones de estrellas que giran, normalmente en forma de discos aplanados, alrededor de un centro. Existen, asimismo, miles de millones de ellas en el cosmos. Entender cómo se forman y cómo se comportan al girar, al moverse por el espacio y al “chocar” unas con otras (algo más parecido al encuentro entre dos nubes de gas que a una colisión automovilística) es uno de los retos más grandes y complejos de la astrofísica.

Suelen estar rodeadas de galaxias “satélite”, más pequeñas, que giran desordenadamente a su alrededor, atrapadas por su campo gravitatorio (hay quien piensa que puede tratarse de los restos de otras galaxias grandes que fueron “engullidas” por la galaxia mayor). O eso se creía hasta ahora.

Recientemente Neil Ibata, un quinceañero de Estrasburgo, en la región francesa de Alsacia, realizó un descubrimiento que puede ser revolucionario. Neil escribió un programa en el lenguaje de computación Python, para ayudar a su padre, el astrofísico inglés de origen boliviano Rodrigo Ibata, a procesar los datos obtenidos por su grupo de investigación con los telescopios Keck y Canadá-Francia-Hawái al observar Andrómeda, la galaxia gigante más cercana a la nuestra (la Vía Láctea). Neil notó que aproximadamente la mitad de las galaxias satélite no se movían al azar, sino que formaban un disco plano que gira en el mismo sentido que Andrómeda.

Aunque puede no parecer muy emocionante, el descubrimiento (que se llevó nada menos que la portada de la prestigiada revista Nature) podría obligar a los astrofísicos a replantear sus modelos de cómo se mueven las estrellas y galaxias; modelos que se sustentan en teorías como la de la gravedad y la relatividad, y en supuestos teóricos como la existencia de la materia oscura (que no es visible pero que se postula para explicar la unión gravitacional que presentan las galaxias).

Quién sabe: quizá el descubrimiento del joven Neil (que planea ser físico pero dedicarse a otro campo, para no imitar a su padre) abra la puerta a nuevas teorías sobre la estructura y dinámica del universo. ¡Nada mal para un adolescente!

Mira:
El recién nombrado director de CONACYT, Enrique Cabrero Mendoza, ofrece realizar “un uso racional y disciplinado de los recursos; que cada peso asignado tenga el mejor destino posible, todo ello bajo una estructura administrativa y eficiente. Con transparencia”. Para quien conoce de política científica, suena al usual eficientismo de la visión burocrática-administrativa de la ciencia, que exige resultados rápidos y “aplicables”. Ojalá venga también acompañado de una sólida visión académica. La inversión decidida y el apoyo a la ciencia básica son las raíces del árbol científico, indispensables para obtener sus frutos técnicos, aplicables, patentables y comercializables.

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, 
¡suscríbete aqui!

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:

miércoles, 2 de enero de 2013

La gran dama de la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de enero de 2013

Leo con tristeza en las noticias que el 30 de diciembre murió Rita Levi-Montalcini, una de las científicas vivas que yo más admiraba. La noticia me entristece a pesar de que ella vivió una vida más que plena, a sus ¡103! años de edad (nació el 22 de abril de 1909 en Turín).

La lista de sus logros es tan amplia e importante que casi aburre: nacida en Turín, estudió medicina en la Italia de los años 30, contra las objeciones machistas, tan naturales en esa época, de su padre (se graduó summa cum laude en 1936). Judía, las leyes discriminatorias impuestas por Mussolini entorpecieron su desarrollo profesional. Durante la segunda guerra mundial montó un laboratorio clandestino en su cuarto, hasta que emigró, primero a Florencia en 1943, con su familia, ante la amenaza nazi, y luego a los Estados Unidos, en 1946.

Su logro más famoso es haber ganado el premio Nobel de medicina en 1986, con Stanley Cohen, “por su descubrimiento de los factores de crecimiento”. Ella descubrió el primero, el factor de crecimiento nervioso (NGF), que controla el desarrollo de las conexiones de las neuronas en el embrión, en su laboratorio casero, usando embriones de pollo (Cohen posteriormente purificó el factor de crecimiento neuronal y descubrió otros factores de crecimiento). Hoy se sabe que el NGF podría intervenir en la ovulación, la regeneración de nervios, el combate de la inflamación, la esclerosis múltiple y algunos desórdenes psiquiátricos, ¡y hasta en el enamoramiento!

Levy-Montalcini continuó en Estados Unidos, pero fundó una unidad de investigación en Roma, y más tarde fue directora del Centro de Investigación en Neurobiología y del Instituto de Biología Celular en su país. Fundó el Centro Europeo de Investigación sobre el Cerebro, y en 2001 fue nombrada senadora vitalicia de Italia, papel que desempeñó con gran dedicación.

Escribió varios libros sobre su vida, trabajo y reflexiones. Fue reconocida, y será recordada, como un gran personaje público en Italia. Me pregunto si algún día en México podremos llegar a tener ídolos, hombres o mujeres, que sean famosos no sólo por logros deportivos o artísticos, sino por sus contribuciones a la ciencia… ¡Los mejores deseos para este año que comienza!


P.D. Me entero con más tristeza que el 30 de diciembre murió también Carl Woese, el microbiólogo que cambió por completo la forma como clasificamos –y entendemos– a los seres vivos. Ya habrá ocasión de hablar de él.

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!: