miércoles, 27 de febrero de 2013

Invasión de charlatanes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de febrero de 2013

La ciencia es una fuerza determinante en toda sociedad moderna. Los beneficios que la investigación científica y las aplicaciones del conocimiento que produce nos han otorgado son innumerables (piense, para botoncito de muestra, en antibióticos, quimioterapia contra cáncer y sida, las teorías del big bang y de la evolución, la industria, transportes, telecomunicaciones, computadoras…).

Y todo ello es producto del rigor crítico que forma parte intrínseca del método científico (no de la recetita trillada y falsa que nos hacen recitar en la secundaria, sino del modo correcto de hacer ciencia, que varía según las disciplinas pero que es claramente reconocido por los expertos). Cuando este método no se aplica adecuadamente, se habla de “mala ciencia”: ciencia mal hecha. La distinción es vital para conservar la calidad, y por tanto la confiabilidad, del conocimiento científico.

Por eso preocupa ver que la mala ciencia, o incluso la ciencia falsa –seudociencia– halle lugar en publicaciones que deberían poder distinguir el producto genuino de sus imitaciones tramposas.

Entiendo perfectamente que Milenio Diario, como muchas otras publicaciones en el mundo, haya dado cabida el pasado 22 de febrero (no en su sección de ciencia, que no la tiene, sino en “Tendencias”, la sección donde la ciencia se publica junto con noticias varias sobre religión, tecnología y otras cosas) a una nota sobre una “investigadora” que dice haber obtenido pruebas científicas, por medio de análisis de ADN… ¡de la existencia del Yeti! A pesar de tratarse evidentemente de una sandez (la revista “científica” donde se publicó el absurdo trabajo, De novo, fue, al parecer, comprada por la investigadora), era noticia… aunque por supuesto, no noticia de ciencia.

Pero sí preocupa, a nivel mundial, el asalto que están sufriendo las publicaciones científicas arbitradas, principal baluarte de la calidad en ciencia. No sólo por la proliferación de falsas revistas, que imitan la formas pero no el rigor científico de las auténticas, asunto ya comentado aquí. Sino por los frecuentes casos en que los charlatanes logran pasar el filtro y publicar en revistas serias artículos completamente disparatados. Es el caso del “profesor doctor-ingeniero” Konstantin Meyl, alemán que pretende, a partir de las ideas de Nikola Tesla, haber desarrollado una “teoría de campo autoconsistente” para explicar cómo el ADN de una célula emite radiación para transmitir información a sus vecinas. Un completo disparate, por supuesto, pero que fue publicado en dos revistas serias: el Journal of Cell Communication e Interdisciplinary Sciences: Computational Life Sciences. El caso fue denunciado por el sitio Retraction Watch, que monitorea artículos que fueron publicados y luego retirados, por defectos de método, y que sirve como guardián de la calidad cuando el sistema de revisión de las revistas falla.

No cabe duda: hacer ciencia confiable no es labor fácil. Incluso entre expertos, mantener la calidad y separar la paja del trigo es mucho más complejo de lo que parece. Y sin embargo, no queda más que confiar en la capacidad autocrítica y de autocorrección que forma, también, parte inseparable del método científico. ¡Ánimo!

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miércoles, 20 de febrero de 2013

Robot infeccioso


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de febrero de 2013

El bacteriófago T7
Tendemos a pensar en los virus como una especie de “animalitos”.

Sabemos que son entidades que se hallan justo en la frontera entre lo vivo y lo inanimado –por eso no podemos llamarlos “seres”–, y que constan básicamente de ácidos nucleicos envueltos en una cápsula de proteínas.

Pero su propiedad fundamental es que pueden infectar células para reproducirse dentro de ellas, parasitando su maquinaria molecular. Y es aquí donde la imaginación se desboca. Porque aunque algunos, como el del sida, se ven aburridos (están rodeados de una membrana grasosa muy similar a la membrana de las células, por lo que simplemente se fusionan con ella, como dos burbujas de jabón), hay otros que parecen verdaderos depredadores.

Movimiento de las fibras al
adherirse a la membrana bacteriana
Algunos virus que infectan a bacterias (bacteriófagos) parecen una cruza de módulo lunar y mosquito: tienen una “cabeza” icosaédrica (dentro de la que está el ADN), un cuello (o “cola”) y largas patas articuladas. Y así nos los describen en las clases de biología, desde hace décadas: como mosquitos moleculares que van volando hasta encontrar a su víctima –la bacteria intestinal Escherichia coli–, sobre la que se posan y le inyectan su material genético.

Pero en realidad los bacteriófagos –y todos los virus– distan mucho de ser animalitos. No tienen cerebro, ni movimiento propio… ni están vivos. Son sólo máquinas moleculares. Una reciente investigación, realizada por el grupo de Ian Molineux, de la Universidad de Texas en Austin y Houston (Science, 1º de febrero), estudiando el bacteriófago T7, revela con detalle cómo funciona este robot biológico.

Extensión de la cola e inyección del ADN viral
Usando una técnica de frontera, la crio-tomografía electrónica –algo similar a la tomografía que permite ver los órganos internos del cuerpo, pero a nivel de nanómetros –millonésimas de milímetro–, y a bajas temperaturas, para hacer más lento el vertiginoso movimiento de las moléculas ­–que se mide en millonésimas de segundo– los investigadores lograron producir imágenes tridimensionales del T7 durante el proceso de infección. Hallaron que, lejos de ser un depredador que busca y ataca, el virus es una partícula que flota libremente. Descubrieron que lleva sus seis patas plegadas contra su cabeza (cápside, en lenguaje técnico).

Constantemente alguna patita se extiende, para luego retraerse (técnicamente, las proteínas que forman la pata –o fibra– están cambiando entre dos conformaciones químicas en equilibro dinámico). Hasta que por casualidad topa con E. coli. Las proteínas de la pata pueden adherirse, en un choque casual, a ciertas moléculas de la superficie de la bacteria. Pero no lo hacen de golpe: más bien, una se adhiere levemente, y la partícula viral va “rodando” lentamente sobre la membrana de E. coli, apoyándose sobre una o dos patas a la vez. Cuando tropieza con un sitio donde se pueda unir también la cola, el virus se fija por medio de las seis patas. Y es entonces cuando la cola se alarga, gracias a otras proteínas en el interior de la cápside, para penetrar en la membrana e inyectar el ADN.


Una fría y mecánica máquina de infectar. Más material que la evolución nos presenta para alimentar nuestro asombro, revelado gracias al avance técnico y a la minuciosidad científica.

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miércoles, 13 de febrero de 2013

Darwinismos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de febrero de 2013

Ayer, 12 de febrero, se celebró el Día de Darwin, coincidiendo con el 204 aniversario del natalicio del autor de El origen de las especies por medio de la selección natural.

Cuando pensaba sobre qué escribir para hoy, éste fue uno de los temas que consideré. Pensé también comentar algo (¿pero qué?) sobre la renuncia del papa Benedicto (o Benito) XVI. Jugué con la idea de combinar ambos temas, pero la verdad el tema papal no tenía relación con la ciencia. En fin: por medio de un proceso de generación, variación y selección llegué al texto que está usted leyendo.

En sentido estricto, la idea de proceso darwiniano (evolución por selección natural) va ligada a la de reproducción. No es un proceso que ocurra en individuos (como la “evolución” de los Pokemones, que un biólogo describiría más bien como un proceso de desarrollo). Se requiere una población en la que haya variación heredable entre generaciones (en este caso, a través de los genes) y un ambiente en el que algunas variantes tengan ventaja sobre las otras. Con el tiempo, éstas dejarán más descendientes, y la especie como un todo estará mejor adaptada a su entorno (los expertos dirían que las frecuencias de genes en la población, o más precisamente, de ciertos alelos de los genes, habrán cambiado).

Pero también se puede hablar de darwinismo en un sentido más amplio: en procesos en los que hay selección de variantes sin que necesariamente haya herencia. Una lluvia de ideas, por ejemplo, parte de variantes (en este caso, proporcionadas por los presentes) de las cuales se pueden seleccionar las mejores. (E incluso, luego, mejorarlas: generar más variación para seleccionar nuevamente las versiones modificadas que parezcan más prometedoras. Podríamos hablar aquí de una segunda “generación” de ideas.)

Al comunicarse, las mismas ideas –que consideradas desde este punto de vista se denominan memes–, pueden “reproducirse” (al copiarse de un cerebro a otro), conquistar nuevos nichos, evolucionar (gracias a las variaciones aleatorias producto del proceso comunicativo, como el fenómeno de “teléfono descompuesto”, o a variaciones introducidas conscientemente –en este sentido la evolución “memética” se distingue de la biológica, pues tiene un componente Lamarckiano) y adaptarse al medio, conquistando nuevos nichos. Ejemplos comunes son los chismes, los chistes, las modas, las ideologías y, ahora, los llamados “memes” de internet.

El cerebro mismo parece funcionar darwinianamente, en este sentido amplio. Oliver Sacks narra en su libro Los ojos de la mente (recientemente comentado aquí) cómo, tras sufrir una lesión que lo priva de visión en parte de un ojo, su corteza visual, carente de estímulos, continúa generando imágenes más o menos aleatorias en esa zona de su campo visual: líneas, patrones, caras, objetos, que percibe como una especie de alucinaciones. Quizá, aventura Sacks, la corteza visual está siempre generando imágenes; los estímulos provenientes de los nervios ópticos sólo seleccionan entre éstas las que mejor coinciden con el mundo externo.

La poderosa idea de Darwin (Daniel Dennett dixit) continúa sorprendiendo, en su versión estricta o en la amplia, con su capacidad para explicar más y más procesos del mundo natural y humano. ¡Larga vida a Darwin!

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miércoles, 6 de febrero de 2013

Credibilidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de febrero de 2013

El llamado principio o navaja de Hanlon (un derivado de la ley de Murphy), advierte: «Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez».

En México, donde el pensamiento conspiranoico se ha vuelto ya epidémico, no nos vendría mal seguir el consejo. Vivimos en un país donde ya no pueden ocurrir accidentes: tiene, por fuerza, que haber un plan malévolo detrás. No importa que la lógica brille por su ausencia (¿cómo una explosión en un edificio de oficinas serviría de argumento para justificar la inversión privada en una empresa petrolera? ¿Cómo evitaría la misma explosión la supuesta “privatización de dicha empresa?).

Cierto: la explosión en las oficinas de Pemex fue una gran desgracia (comparto la pena de una queridísima amiga que perdió ahí a su hermana). Y cierto, en los primeros momentos –y por varios días, gracias al vacío informativo que propiciaron, en mi opinión torpemente, las autoridades–, cualquier hipótesis era plausible. Pero ¿por qué casarse, de inmediato, y ante la ausencia de evidencia sólida, con la hipótesis más escandalosa, más terrible, la del ataque terrorista?

Se dirá que en nuestro país la experiencia más que justifica el “sospechosismo” (nunca pensé que este desagradable neologismo me fuera a resultar útil…). Nos lo hemos ganado a pulso, con nuestra historia de engaños, trampas, traiciones, corrupción y negociaciones por debajo de la mesa.

Se trata, en resumen, de un problema de credibilidad. Del gobierno y las autoridades, en primer lugar. Pero también de los medios de comunicación, que renuncian a la búsqueda de la mayor objetividad posible y cada vez más adoptan la ideología como guía para interpretar la realidad (y ni se diga de lo que ocurre en las redes sociales). Ante esto, ¿quién va a renunciar a inventar complots, para aceptar la versión oficial?

Mi querida amiga y colega columnista Fernanda de la Torre Verea me preguntaba el lunes pasado, luego de la conferencia de prensa del Secretario de Gobernación, si “científicamente” se trató de un accidente. Le respondí lo que cualquier científico respondería: “No: científicamente todavía no se sabe”.

Es decir, hay ya bastantes datos para prácticamente descartar la posibilidad de un atentado; hay evidencia creíble y sólida de que se trató de una acumulación de gas combustible (casi seguramente metano, componente principal del gas natural) que fue detonada por una chispa eléctrica. Y se tienen localizadas tres posibles fuentes del gas (una tubería de gas natural, un ducto de 40 años, y otro “tubo con regulador”). Pero todavía faltan detalles; un científico siempre será cauto antes de afirmar algo como un hecho.

Lo curioso es que esta forma de pensar va completamente a contrapelo de lo que naturalmente tienden a hacer políticos y funcionarios, medios de comunicación y cualquier ciudadano común. La ciencia muchas veces contradice la intuición humana, que exige siempre una historia completa y se revela ante la ambigüedad del “no se sabe”. Pero de ahí mismo, porque hace un esfuerzo por no afirmar nada antes de tener evidencia sólida, deriva su confiabilidad, base de su gran credibilidad. La ciencia es la forma más poderosa que tenemos de obtener conocimiento confiable sobre la naturaleza.

La moraleja que puedo sacar del asunto –además de unir mi voz para combatir la negligencia criminal, tan común en México, y pedir que los responsables sean llamados a cuentas– es que nuestra sociedad necesita un poco más de pensamiento crítico, de cultura científica. No sólo para entender de gases combustibles, implosiones y explosiones, olores y mercaptanos. Sino para refrenar el natural impulso a exigir explicaciones inmediatas y satisfactorias. Si algo nos enseña la ciencia, es que muchas veces hay que tener paciencia y esperar hasta reunir los datos necesarios antes de sacar conclusiones. Y que a veces éstas no coincidirán con nuestras expectativas.

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