miércoles, 26 de febrero de 2014

El fenómeno Beakman

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de febrero  de 2014

Como parte de las celebraciones por su 75 aniversario, el Instituto de Física de la UNAM, uno de los centros de investigación más prestigiados del país, decidió traer el actor Paul Zaloom, que interpretaba al protagonista del famoso programa de TV El mundo de Beakman, producido en Estados Unidos de 1992 a 1998.

Nadie imaginó lo que sucedería: a pesar de que El mundo de Beakman tuvo bastante éxito a nivel mundial (se llegó a transmitir en 90 países, y se siguen pasando repeticiones en muchos de ellos), su impacto en México excede todas las expectativas. Debido a la demanda, el pequeño espectáculo que se había planeado en un auditorio relativamente pequeño (el Alejandra Jáidar, del propio Instituto de Física, nombrado así en memoria a una de las principales promotoras de la divulgación científica en México) se convirtió en un par de presentaciones en la explanada del museo Universum, de la UNAM, cada una con cupo para 4 mil asistentes, mas otra en la explanada de los Leones, en Chapultepec, auspiciada por el Gobierno del DF.

El inusitado éxito de Beakman complicó la organización: el pre-registro en internet se agotó en cuestión de minutos, hubo reventa de lugares y se terminó por manejar los boletos oficiales a través de un servicio comercial (lo cual complicó el proceso y probablemente explica por qué no todas las personas que se registraron asistieron a las presentaciones en la UNAM, circunstancia que causó enojo y frustración en quienes se quedaron sin boleto). Para satisfacer la demanda, se arregló también que las presentaciones fueran transmitidas simultáneamente por TV-UNAM e internet.

Los comentarios sobre el show de Beakman han sido diversos. Por un lado, hay quien se congratula de que un programa de ciencia –por más que la presente de manera simplificada y hasta superficial, aunque eso sí, muy divertida– pueda tener tanto éxito. Fue notorio cómo muchos adultos que se interesaron en asistir manifestaron haber hallado su vocación como científicos o ingenieros gracias al programa, que veían de niños o jóvenes.

Por otro lado, ha habido comentarios más bien mezquinos de personas –investigadores y hasta comunicadores de la ciencia– que califican a Beakman de “payaso” y que se lamentan de que alguien como él tenga tanto público, pero una conferencia con un premio Nobel atraiga sólo a unas cuantas personas.

Creo que esta visión es profundamente equivocada: por supuesto, Beakman (y el equipo de guionistas detrás de él) no pretende comunicar conceptos científicos detallados. Su objetivo, como afirmó Zaloom en una entrevista reciente en México, no era enseñar, “no éramos una escuela, era televisión. Lo que hacíamos era abrir puertas de la ciencia de manera divertida; las partes detalladas le corresponden a maestros [y] a la gente que hace libros”.

Hay también quien se queja amargamente de que Beakman refuerza el estereotipo del científico despeinado y loco. Y es cierto, igual que el programa televisivo La teoría del Big Bang refuerza la imagen de los científicos como nerds inadaptados. Pero –aparte del hecho de que muchos científicos reales sí tienen algo en común con dichos estereotipos– si ese es el precio que hay que pagar por cambiar la imagen pública de la ciencia como algo ajeno, difícil, aburrido y peligroso para convertirla en algo disfrutable, interesante, divertido y estimulante, creo que vale la pena. Siempre habrá productos de divulgación más profunda para quien ya esté interesado en la ciencia.

En su libro El mundo y sus demonios, Carl Sagan afirmaba: “Sostengo que la divulgación de la ciencia es exitosa si, en principio, no hace más que encender la llama del asombro”. En mi opinión profesional, Beakman cumple con los tres requisitos fundamentales de la buena divulgación científica: su programa (y en menor medida, el sencillo show que trajo a México) comunica ciencia de manera clara, correcta y sobre todo ¡muy atractiva!. Su fama, poder de convocatoria y las vocaciones que despertó en México lo prueban. Quizá los científicos y divulgadores que creen que forzosamente el público tiene que “aprender” y consideran que la simple diversión no es válida como divulgación científica podrían aprender algo de él.

¡Mira!
El primer capítulo de El mundo de Beakman:



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Contacto: mbonfil@unam.mx

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miércoles, 19 de febrero de 2014

La red, la nube y el futuro

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de febrero  de 2014

Hoy, al hablar de computadoras, todo mundo se refiere a “la nube”. Subir (y bajar) datos a la nube, computación en la nube, servicios en la nube. Pero no siempre queda claro qué qué es la dichosa “nube”. A primera vista parecería que es, simplemente, internet: la red de redes que conecta a las computadoras de todo el mundo.
es la dichosa “nube”.

Pero en realidad, la nube no es exactamente lo mismo: contrariamente a lo que su etéreo nombre sugiere, “la nube” consta en realidad de algo bastante sólido. Más que la red misma, es el conjunto de millones de servidores (grandes computadoras, con inmensa capacidad de almacenamiento en innumerables discos duros) repartidos por todo el planeta (y que al estar conectados forman internet) donde se guardan los datos de los usuarios de servicios en la nube, como iCloud de Apple, Dropbox, Skydrive de Microsoft, Google Drive, Amazon Cloud Drive y todos los demás.

Gracias a esto, uno puede no sólo almacenar sus datos en “discos duros virtuales” y tener acceso a ellos desde cualquier parte (si hay conexión), sino también usar programas que residen en la nube, como Google Docs o Microsoft Office 365, además de una cantidad cada vez mayor de servicios.

Hace 14 años, en 2000, escribí que en el pasado las computadoras constaban de grandes procesadores centrales (mainframes, que ocupaban habitaciones enteras) conectadas a múltiples “terminales” con pantalla y teclado. El advenimiento de la computadora personal, y luego la portátil (laptop) permitió “desconectar” a las computadoras. Pero el desarrollo de internet, y de los servicios “en la nube” está reconectándolas, ahora inalámbricamente. “El almacenamiento en un disco duro – escribía yo– posiblemente sea pronto sustituido en su totalidad por una simple conexión a la red”. Y añadía: “para que esto sea posible se requerirá que dichas conexiones sean más rápidas, confiables y baratas que ahora, de modo que uno pueda estar conectado permanentemente”. No sé si la parte de “confiable” sea ya una realidad…

Mi artículo terminaba resumiendo lo que muchos especialistas ya decían: “Quizá pronto desaparezca la distinción entre computadora e internet: tendremos máquinas simples, sin disco duro, y todo el almacenamiento, e incluso gran parte del procesamiento de datos, se llevará a cabo en servidores de la red. Se regresará así, aunque en otro nivel, a la misma concepción con que comenzaron muchos sistemas de cómputo: una serie de terminales conectadas a un gran procesador central”. Como se ve, ya casi estamos ahí.

¿Es esto bueno? Yo diría que sí, aunque tiene sus bemoles: en un artículo en el número de febrero de la revista Scientific American, David Pogue se queja de la tendencia actual de las grandes compañías de internet a apropiarse de nuestros datos, controlando qué información compartimos, imponiéndonos condiciones poco razonables (como el derecho a hacer uso de nuestras fotos), comerciando con nuestras direcciones de email y números de teléfono y poniendo cada vez más obstáculos para borrar nuestra información de sus servidores si así lo deseamos. Además, señala Pogue, si todos nuestros datos están en la nube, cualquier falla, o un simple viaje a un sitio sin internet, nos deja indefensos.

Inevitablemente, la nube se cierne sobre nosotros. Para algunos es tormentosa; otros le ven lado bueno (el famoso silver lining, en inglés). Pero eso sí: nuestro futuro en la nube es ya nuestro presente.

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miércoles, 12 de febrero de 2014

Ver la música

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de febrero  de 2014

¡Feliz cumpleaños, Charles Darwin!

Los humanos somos animales primordialmente visuales. Por eso a veces no nos damos cuenta de lo importante que resultan los estímulos que recibimos de nuestros otros sentidos, y de cómo enriquecen nuestra experiencia sensorial. A menos que los perdamos, claro.

Sin embargo, hay personas –entre un 2 y un 4% de la población– que tienen una percepción más allá de lo común: presentan el fenómeno neurológico llamado sinestesia, en el que dos sentidos se mezclan permitiendo “oler” los colores o “ver” los sonidos. Se cree que la sinestesia es producto una deficiencia en el “podado” de neuronas que ocurre en el desarrollo normal del cerebro, lo que resulta en la existencia de conexiones extra. (Remy, la rata chef de la película Ratatouille, de Walt Disney, ve colores al saborear los alimentos, fenómeno que casi experimenté hace unos años cuando comí unos exquisitos chiles en nogada en un restorán de Puebla).

¿Qué sentirá un sinestésico que ve sonidos al escuchar una pieza de música maravillosa? La película Fantasía, también de Walt Disney, hizo en 1940 un intento de traducir en imágenes varias obras de música clásica. Pero se trataba de una interpretación, no de literalmente ver las notas musicales. Un director de orquesta puede, al ver una partitura, tener una muy buena idea de cómo suena la música –pero sólo luego de haber estudiado varios años. Mirar un rollo de pianola mientras se escucha la pieza que contiene puede aproximarnos un poco a esa experiencia.

Malinowsky y su máquina
de visualizar música
Pero las computadoras abren nuevas posibilidades: resulta que el músico e ingeniero en computación estadounidense Stephen Malinowski, sin ser sinestésico, tuvo una visión –luego de consumir LSD mientras oía a Bach– de lo que significaría poder ver la música, y comenzó a desarrollar, en 1974, lo que llama “la máquina de animación musical” (music animation machine, o MAM): un sistema que puede, a partir de archivos MIDI (el lenguaje de computadora usado mundialmente para controlar instrumentos musicales electrónicos) traducir una pieza musical a una secuencia visual.

Según Malinowski, su invento busca permitir que el usuario entienda intuitivamente, al observar varias barras de colores –cada una representa un instrumento o voz– que se desplazan horizontalmente, como una partitura en movimiento, los aspectos de la música que los profesionales reconocen fácilmente, pero que para quien no tiene entrenamiento musical pueden pasar desapercibidos.

A partir de un primer intento en rollos de papel, y de versiones burdas usando una computadora Atari con sonido monofónico a mediados de los ochenta, Malinowski ha ido perfeccionando su idea hasta lograr la versión actual, que puede ofrecer diversos tipos de visualización y que continúa evolucionando. También ha desarrollado un proceso para sincronizar la versión MIDI con el sonido real de una interpretación, lo cual le permite –mediante un proceso todavía más laborioso– visualizar piezas tocadas por músicos reales, no sólo por computadoras o sintetizadores.


Ver y escuchar una fuga a cuatro voces de Bach usando la máquina de Malinowski es una experiencia fascinante: uno puede distinguir cada voz, seguir sus evoluciones y admirar visualmente las filigranas barrocas con las que el gran maestro entretejía su música. Y qué decir de una pieza orquestal como La consagración de la primavera, de Stravinski…


Las animaciones de Malinowski pueden verse en YouTube o en su propia página: www.musanim.com. Si es usted amante de la música, profesional o no, permítase disfrutarlas. Le aseguro que no se arrepentirá.


Algunas sugerencias extra:
Tocatta y fuga en re menor, de Bach:



Primer movimiento de "Invierno", de Las cuatro estaciones de Vivaldi:



Arabesco no. 1, de Debussy:



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miércoles, 5 de febrero de 2014

Mareas rojas, ciencia y suspenso

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de febrero  de 2014

Foto: Martín Bonfil
1963: Se estrena la aterradora película Los pájaros, del maestro del suspenso Alfred Hitchcock, que muestra los ataques enloquecidos de aves contra los habitantes de la costa de California. El filme se basó en una historia de la escritora Daphne du Maurier, pero tenía un antecedente
en la realidad. En agosto de 1961 las aves marinas de la Bahía de Monterrey, California, comenzaron a comportarse muy raro, volando desorientadas, vomitando y chocando contra edificios y gente. Al día siguiente muchas aparecieron muertas. Después se supo que probablemente se habían intoxicado con algas del género Pseudo-nitzchia, que producen una toxina llamada ácido domoico, que puede afectar seriamente el sistema nervioso de los animales. Días antes había habido un florecimiento (bloom) de dichas algas en aguas cercanas: lo que se conoce como “marea roja”. Los peces, al comer el plancton –del que forma parte el alga– acumularon la toxina, y las aves, al comer los peces, se intoxicaron a su vez.

1974. A los nueve años, recibo de mis padres un libro titulado Reino animal: de la amiba hasta el hombre, de la editorial española Daimon, con “450 ilustraciones en color” (no era tan común entonces; de hecho el estilo profusamente ilustrado del volumen era novedoso y precursor de los hoy popularísimos libros estilo Dorling-Kindersley). Aunque anticuado (la edición original en inglés era de 1958, y todavía hablaba del “protoplasma” como “el componente fundamental de la materia viva”), el librito era muy claro, porque iba clasificando a los animales por categorías taxonómicas, e ilustrando y explicando las características de cada una.

En el capítulo sobre “animales inferiores”, mencionaba a cierto tipo de “flagelados” marinos: protozoarios que pueden moverse gracias una prolongación llamada flagelo, e ilustraba uno de ellos, el Gonyaulax, parecido a una pequeña cápsula espacial. “Cuando se halla en gran cantidad tiñe de rojo el mar y provoca la muerte de los peces y los mejillones”, explicaba mi librito.

2014: 40 años después, estoy en el laboratorio del Departamento de Plancton y Ecología Marina del Centro Interdisciplinario de Ciencias Marinas (CICIMAR), un centro de investigación científica del Instituto Politécnico Nacional que se halla en La Paz, Baja California Sur (hermosa ciudad donde me hallaba dando un curso).

Ahí Lorena María Durán Riveroll, estudiante de doctorado en el grupo de la doctora Christine Band Schmidt, que se especializa en la ecología y fisiología del plancton nocivo, me muestra el microorganismo con el que trabaja, y que también causa mareas rojas: Gymnodinium catenatum. Lorena toma unas gotas del cultivo, en las que se pueden ver diminutos puntitos verdes, menores que una mota de polvo, y las pone al microscopio. Al asomarme, veo cadenitas de células verdosas, que nadan y giran desordenadamente. “Cuando se reproducen van formando cadenitas; entre más largas son, más rápido nadan”, me explica. Porque, supongo, el impulso de los flagelos de cada una se va sumando.


Gymnodinium catenatum
Gymnodinium produce la llamada “saxitoxina”, que puede causar desde dolor de cabeza y vómitos hasta parálisis y muerte. En el laboratorio estudian su estructura química y las condiciones fisiológicas y ambientales que promueven su producción. Cuando le pido que me muestre una imagen de Gymnodinium en microscopio electrónico (en un libro), me encuentro con un retrato muy parecido al de mi viejo conocido Gonyaulax. No son la misma especie, pero deben ser primos.

Más allá de poder llegar a entender y prevenir las mareas rojas, o quizá desarrollar mejores métodos para combatir las intoxicaciones, e incluso aprovechar algunas propiedades de las toxinas que producen estos microorganismos para usarlas, por ejemplo, como anestésicos (todas posibilidades que están explorando en el laboratorio de la Dra. Band), me vuelvo a asombrar de las conexiones inesperadas y las sorpresas que la ciencia siempre nos ofrece.

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