miércoles, 25 de junio de 2014

Opiniones, mentiras y debates

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de junio  de 2014

La convivencia humana implica discusión. Y la discusión –entendida en su sentido legítimo de “intercambio de argumentos sobre un tema”, no el de “pelea”, como muchos tendemos a entenderla– es también una forma de razonamiento. Pero para que sea fructífera y no degenere, precisamente, en pelea, hay que distinguir los distintos tipos de temas sobre los que se puede discutir, y la manera, a veces tramposa, en que se discute sobre ellos.

Sin duda la discusión del momento es la que se ha dado sobre la palabra “puto”, empleada como insulto masivo contra jugadores del equipo contrario en los juegos de la Selección Mexicana en el Mundial de Futbol de Brasil (la putidiscusión, pues).

Las opiniones son encontradas: desde quien piensa que todo es una exageración ante una inofensiva y juguetona palabra que siempre se ha empleado, hasta quienes la consideramos un indeseable insulto de raíz indudablemente homofóbica que sólo expresa una agresión y una violencia que sería mejor combatir (sin que eso implique, aclaro y aclaramos todos los que hemos opinado de forma similar en las páginas de Milenio Diario, que estemos de acuerdo con la actuación y las decisiones de la FIFA).

Otra discusión acalorada, aunque menos pública, es la que se da entre quienes defendemos la vacunación infantil como medida de prevención de una variedad de enfermedades, y como una de las medidas terapéuticas con mayor éxito en la historia de la medicina mundial, y quienes, influidos por la desinformación seudocientífica que por desgracia circula ampliamente en internet, están convencidos de que las vacunas son inútiles o incluso dañinas, que causan autismo, que son “antinaturales” y otras tonterías, y por ello se niegan a vacunar a sus hijos, sin darse cuenta de que al hacerlo ponen en riesgo no sólo su salud, sino la de quienes los rodean y de toda la comunidad.

Una tercera discusión, larga y acalorada, es la que se ha dado en nuestro país sobre la siembra de maíz transgénico. Nuevamente, hay opiniones encontradas, datos confusos, acusaciones, y los expertos científicos de mayor prestigio no logran ponerse de acuerdo; más bien están muy polarizados.

Las tres son eso: discusiones. Y como tales, habrá que respetar a quien piense diferente, so pena de caer en una intolerancia dictatorial. Pero las tres tienen sus diferencias. En el caso de “puto”, se trata de meras opiniones. Algunas nos parecerán más convincentes que otras. No hay manera de demostrar científicamente, o de medir de manera objetiva e incontrovertible, que la palabra es un insulto que debe ser desterrado de los estadios, o bien un simple vocablo inofensivo. Podemos llegar a acuerdo sociales, pero nada más.

En cambio, en el debate sobre la vacunación no todas las opiniones tienen el mismo valor: se cuenta con datos confirmados, confiables e incontrovertibles de que las vacunas son seguras, eficaces y necesarias para el bienestar público. Un reciente estudio publicado en la revista médica Pediatrics (9 de junio) describe cómo se logró rastrear el origen de un brote epidémico de sarampión en 2011 en Minnesota, Estados Unidos, a un niño de origen somalí que no había sido vacunado y se infectó en un viaje a Kenia. A partir de él hubo 21 casos reportados de sarampión (aunque se calcula que unas 3 mil personas habrán estado expuestas al contagio, directa o indirectamente). De esos 21, 16 carecían de vacuna, 7 de ellos debido a que los padres desconfiaban de ella. Mas allá de toda discusión, no hay duda: dejar de vacunar a los niños es una irresponsabilidad.

Finalmente, el caso de los transgénicos es un ejemplo ideal de discusión en la que no bastan las opiniones: se necesita información científica confiable. Pero como aún no contamos con ella, se trata de un debate abierto. En este caso, quienes favorecen una postura pueden llegar a presentar datos imprecisos, sesgados o falsos. Algo así sucedió el pasado lunes en un suplemento sobre el tema publicado en el diario La Jornada, en el que se mencionan inexactitudes graves como que el consumo de maíz transgénico puede tener “impactos en la salud” como “ocasionar alergias o toxicidad”, “aparición de resistencia a antibióticos” o que las plantas “pueden producir nuevas toxinas”, además de dar como un hecho la existencia de plantas con la tecnología “terminator”, que producen semillas estériles, cuando ésta nunca fue aplicada fuera del laboratorio.

En fin, que si bien en algunas discusiones se puede defender cualquier opinión, en otras existe ya la información rigurosa que permite zanjarla. Pero si no existe, ¡no se vale inventarla!

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miércoles, 18 de junio de 2014

Matar al bello durmiente

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de junio  de 2014

Las cosas no siempre son lo que parecen, como lo demuestra la revisión del clásico cuento de la Bella Du
rmiente en la película Maléfica, protagonizada por Angelina Jolie. Después de todo, resulta que quizá la malvada bruja no era tan malvada como nos contaron.

La ciencia tiene el hábito de dar ese tipo de sorpresas: de revelar cosas inesperadas, contrarias al sentido común (de ahí su valor: si confiáramos más en el sentido común que en el riguroso cuestionamiento que forma parte del modo científico de pensar, hay muchos descubrimientos que nunca haríamos).

Pensemos en el VIH (virus de la inmunodeficiencia humana). Durante dos décadas la infección con este virus fue considerada una condena a muerte, pues aun con los tratamientos para contenerlo, muchos pacientes terminaban falleciendo después de un tiempo.

La llegada de los “cocteles” antirretrovirales (más precisamente llamados “terapias antirretrovirales altamente activas”, o HAART, por sus siglas en inglés) cambió completamente el panorama. Se basan en una idea darwiniana: al aplicar simultáneamente al paciente un tratamiento con al menos tres fármacos antirretrovirales, se hace muchísimo menos probable que el virus mute para volverse resistente a todos ellos (pues la probabilidad de que desarrolle al azar justamente las tres mutaciones necesarias es mucho menor que la de desarrollar sólo una de ellas).

Como resultado de esto, hoy ya nadie tiene por qué morir de sida en países como el nuestro, donde el tratamiento está disponible de manera gratuita para básicamente todo ciudadano que lo necesite. Hoy, sin duda, lo mejor que le puede suceder a una persona infectada es enterarse de que lo está, para poder iniciar el tratamiento que le permitirá sobrevivir con salud prácticamente por su lapso natural de vida.

Sin embargo, la infección por VIH sigue siendo incurable. En gran parte porque el VIH, como todos los retrovirus, tiene la capacidad de insertar sus genes dentro de los nuestros. El genoma viral queda ahí, escondido dentro de los cromosomas de nuestras células, de las que puede resurgir en cualquier momento. Esto –que también explica el largo periodo de latencia que normalmente se presenta después de la infección, que puede ir de tres a más de 20 años sin que se presenten los síntomas del sida– hace que eliminarlo sea hasta ahora imposible.

Pues bien: ¿qué pensaría usted si estuviera infectado de VIH y le propusieran administrarle un fármaco para “despertar” a esos virus durmientes y hacer que salgan de sus escondites? A primera vista parece una pésima idea: los síntomas deberían empeorar.

Pero resulta que es justo al contrario: durante años, en la búsqueda de una cura para el VIH/sida, se ha intentado hallar tratamientos que saquen a este bello durmiente de su sueño. Porque, al hacerlo salir de las células en que se refugia, se lo podría eliminar con tratamiento antirretroviral.

La reactivación de los virus normalmente ocurre de manera azarosa. Para tratar de forzarla, se han usado compuestos que lo “despiertan” (técnicamente, que activan su transcripción), pero no se ha logrado que lo hagan de manera eficaz.

En un artículo publicado en el número del 5 de junio de la revista Science, un grupo de investigadores comandado por Leor Weinberger, de la Universidad de California en San Francisco, exploró una biblioteca de 1,600 compuestos químicos y halló 85 de ellos que logran aumentar la variabilidad (“ruido”) en la reactivación de los virus (con pruebas en células en cultivo, no en humanos), y que al ser combinados con fármacos reactivadores del virus (activadores de la transcripción), aumentan su efectividad.

De modo que, contra lo que uno pudiera creer, despertar al terrible virus durmiente pudiera ser la clave para acabar con él. Quizá en un futuro este tipo de terapia ayude a lograr la deseada cura.

No: las cosas no siempre son lo que parecen. Ni las brujas.

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miércoles, 11 de junio de 2014

Tergiversar la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de junio  de 2014

En un ensayo publicado en 2002 en la Antología de la Divulgación de la Ciencia en México (DGDC-UNAM), el doctor Marcelino Cereijido, prestigiado investigador argentino-mexicano y querido amigo, que además ejerce admirablemente la divulgación científica, describía el proceso por el que los descubrimientos científicos pasan del laboratorio a las revistas especializadas, y de ahí a la prensa general, como una “cascada divulgatoria”.

Ésta comienza con el resumen en los artículos especializados, en el que el descubrimiento reportado se reduce a un párrafo, pasando por los “artículos de revisión”, también especializados, en que un hallazgo se reduce a un renglón, hasta llegar a los libros de texto, donde se habla ya no de un descubrimiento específico, sino sólo del conocimiento general sobre el campo de estudio en cuestión, resumido todo quizá en una frase. Finalmente, los conceptos llegan hasta las revistas y medios para el gran público: la divulgación científica propiamente dicha.

Aunque no coincido del todo con su descripción –son más variadas y complejas las vías que llevan de la investigación a la divulgación–, Cereijido resalta acertadamente que esta “divulgación” progresiva va omitiendo más y más detalles técnicos, y “ganando” al mismo tiempo “en claridad y hermosura” (pues la ciencia, en su versión más precisa, que es la más técnica, sólo puede ser entendida por los pocos especialistas en la materia, y básicamente por nadie más: tal es el precio que pagan los investigadores de cada área por utilizar sus respectivos lenguajes técnicos, de extrema abstracción, precisión y densidad informativa, que facilitan y aceleran enormemente la comunicación con sus colegas).

En otras palabras, la divulgación científica transforma, al recrearlo, el contenido científico, generando una versión del mismo que es más atractiva y accesible para públicos amplios, pero que en el proceso pierde, inevitablemente, exactitud y precisión (algo, dicho sea de paso, que ocurre en todo proceso de traducción).

Es por ello que una de las discusiones más antiguas e interminables en el campo de la comunicación pública de la ciencia –incluyendo al periodismo científico– es el constante reclamo de los expertos investigadores que denuncian que los periodistas y divulgadores “tergiversamos” su ciencia. Los expertos nos exigen una cantidad de detalles que, ciertamente, garantizarían que nuestros textos fueran científicamente muy rigurosos, pero que los harían ilegibles para el público al que nos dirigimos.

Los comunicadores, por nuestra parte, nos defendemos con denuedo, poniendo por delante la claridad y argumentando que “no es lo mismo rigor científico que rigor mortis
”. Pero no se puede negar que hay veces que ocurren errores absurdos que son completamente indefendibles.

Hace unos días un lector me señaló uno de ellos: la noticia, que ha circulado ampliamente en internet y en varios medios impresos, de que “la vacuna contra el sarampión puede curar el cáncer”.

Las diversas notas que hablan del tema afirman que un grupo de investigadores de la Clínica Mayo, en Estados Unidos, encabezados por el doctor Stephen Russell, aplicaron un tratamiento experimental a la paciente Stacy Erholtz, de 49 años, que sufría de leucemia terminal incurable: “le inyectaron en la sangre una vacuna contra el sarampión en una dosis lo suficientemente fuerte como para inocular a 10 millones de personas”. El resultado fue que al poco tiempo, el cáncer desapareció: “se volvió indetectable”.

A partir de esto, ha cundido como pólvora la idea de que el cáncer es ya curable, y al mismo tiempo la duda sobre qué tan seguro podrá ser este tratamiento.

Sin embargo, se trata sólo de un caso extremo de deformación y degradación de la información científica debido a una “cascada divulgatoria” acelerada y defectuosa. En los textos publicados en diversos medios se omitieron detalles esenciales que cambian completamente las implicaciones de la noticia.

En primer lugar, el tratamiento aplicado a Erholtz consiste en un virus de sarampión modificado genéticamente para atacar únicamente a las células cancerosas (se le conoce como “terapia con virus oncolíticos”). Efectivamente, se basaron en un virus atenuado que se usa en vacunas; pero no se usó la vacuna misma.

Evolución de las dos
pacientes tratadas
En segundo lugar, el experimento se realizó con dos pacientes: la segunda, a diferencia de Erholtz, no sólo no mejoró, sino que pareció empeorar (aunque sigue viva).

En resumen, no se trata de una cura milagrosa ni de un éxito rotundo. Y no se usó la vacuna del sarampión. Se trata de un resultado interesante y estimulante para seguir investigando una vía experimental prometedora de terapia contra ciertos tipos de cáncer, que quizá, con mucha suerte y mucho trabajo, en una o dos décadas pudiera llegar a tener aplicaciones clínicas.

Definitivamente, comunicar la ciencia requiere rigor y una comprensión de la ciencia involucrada. De otro modo, la “cascada divulgativa” de Cereijido puede convertirse, como muchos investigadores temen, en una verdadera corrupción de la ciencia, que sólo desinforma. Una cascada contaminada.

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miércoles, 4 de junio de 2014

Sexo, género y diversidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de junio  de 2014

El cerebro humano tiene una tendencia innata a ver las cosas en blanco y negro. Cuesta trabajo superar esa primera impresión, mediante un análisis más cuidadoso, para percibir la realidad como una gama de grises entre esos dos extremos… o incluso como todo un surtido de colores posibles.

Por eso, cuando en la más reciente edición del Festival de Canto Eurovisión la triunfadora fue la hoy famosa Conchita Wurst, el público y los medios de comunicación se sintieron confundidos. ¿Era una “mujer barbuda”, como la definieron los periódicos? ¿Un hombre travestido? La imagen de Conchita perturbó la clásica dicotomía hombre/mujer que normalmente damos por sentada.

En realidad Conchita es un personaje creado por un artista, el austriaco Thomas Neuwirth, de 25 años. Neuwirth es hombre, pero ¿y Conchita, su álter ego? No es un hombre queriendo parecer mujer: la barba lo desmiente (en su vida diaria, paradójicamente, Neuwirth no la usa). Pero tampoco es, evidentemente, una mujer.

Mucha gente cree que, ante casos que desafían los roles sexuales tradicionales, basta con agregar lo que algunos definen, con muy poco acierto, como “el tercer sexo”: los homosexuales. Y sí: añadir esa categoría, y la adicional de los bisexuales, que se encontrarían a la mitad en la escala de grises entre hetero y homosexualidad, parecería a primera vista resolver el problema.

Pero, aunque Neuwirth es gay, Conchita es otra cosa. Su existencia es un intento valiente de mostrar que no todas las personas caben en categorías preestablecidas. (Desgraciadamente, no han tardado en surgir las manifestaciones de repudio y hasta odio en países como Rusia, donde la homofobia y el rechazo a la diversidad parecen ser la moda, como si quisieran regresar al siglo XVIII).

Otro caso reciente es el del pequeño Ryland Whittington, de San Diego, California, hoy de seis años y que nació siendo niña, pero que desde que comenzó a hablar afirmó ser “un niño”. Sus padres han aceptado la identidad de su hijo, y gracias a un video publicado recientemente en internet se han convertido en ejemplo del respeto a la diversidad de género. Ryland es entonces un niño transgénero, no “una niña”, como erróneamente se publicó en muchos medios.

Quizá el problema es que en estas discusiones se confunden varias categorías. La más evidente, y a la que tendemos a reducir todo, es el sexo biológico: hay machos y hembras. Y creemos que todo individuo tiene que caber en una de estas categorías. Pero existen también los hermafroditas: individuos que, por diversas razones (genéticas, cromosómicas, hormonales, etc.) poseen órganos sexuales y caracteres sexuales secundarios intermedios entre ambos sexos. La cantidad de individuos intersexuales es más alta de lo que se cree (hasta 1% de la población), y abarca toda una gama de posibilidades entre los dos extremos.

Otra dimensión es la orientación sexual: hacia quién se siente uno atraído: existen así homosexuales, bisexuales, heterosexuales y todas las posibilidades intermedias (incluyendo a los que se definen como “asexuales”, aunque esto confunde todavía más las cosas).

Y una más es la identidad de género: con cuál genero nos identificamos –masculino, femenino, andrógino y sus grados intermedios– y cómo lo expresamos en nuestra imagen externa y nuestro comportamiento. Hay homosexuales afeminados y otros varoniles, igual que los hay heterosexuales, sean hombres o mujeres. Y hay, por ejemplo, varones heterosexuales que se asumen como hombres pero que gustan de travestirse.

Tom Neuwirth es gay, pero Conchita no ha hecho pública su orientación sexual. Y el pequeño Ryland, en caso de que le gustara el sexo opuesto al que él ha asumido, tendría que ser definido como heterosexual.

La pareja formada por los argentinos Alexis Taborda y Karen Burselario, que ha saltado a la fama por ser ambos transgénero (él nació como mujer, y ella como hombre) y porque él está embarazado y dará a luz al hijo de ambos (pues no se han operado para cambiar sus sexos biológicos; es por eso que el término “transexual” sería inadecuado para describirlos), termina de mostrar que hoy día, gracias por un lado al reconocimiento de la diversidad sexogenérica y los derechos de la población LGBTTI (lesbianas, gays, bisexuales, transgénero, transexuales e intersexuales), junto con los avances científicos, médicos, sociales y jurídicos que permiten una gran fluidez en
las identidades, hacen que hoy los conceptos clásicos de hombre y mujer resulten ya limitados e insuficientes. Al menos para una parte minoritaria, pero no por ello menos importante, de la población.

No hay duda: aunque existen el blanco y el negro, quien así lo desee (o lo necesite) dispone hoy de toda la gama del arcoíris para construir su propia identidad. Y los demás debemos respetarla.

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