miércoles, 29 de abril de 2015

La persistencia de la charlatanería (una experiencia personal)

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  29 de abril de 2015

En el primer capítulo de su clásico libro El mundo y sus demonios (1995), el magistral divulgador estadounidense Carl Sagan comenta su encuentro con un chofer curioso, que lo reconoce por sus apariciones en la televisión y comienza hacerle preguntas sobre ciencia. Desgraciadamente, lo que el aquel hombre consideraba “ciencia” eran temas como cadáveres extraterrestres que supuestamente se hallan en bases de la fuerza aérea norteamericana, la posibilidad de hablar con muertos, profecías, curación con cristales, la sábana santa, la Atlántida

El chofer preguntaba sobre cada tema “con un entusiasmo lleno de optimismo”. Sagan lamentaba tener que decepcionarlo con cada una de sus respuestas. ¡Qué desperdicio que tanta curiosidad se perdiera en patrañas sin fundamento!

El chofer había leído mucho. “Sabía hablar, era inteligente y curioso... [pero] no había oído prácticamente nada de ciencia moderna. Tenía un interés natural en las maravillas del universo. Quería saber de ciencia, pero toda la ciencia había sido expurgada antes de llegar a él. A este hombre le habían fallado nuestros recursos culturales, nuestro sistema educativo, nuestros medios de comunicación. Lo que la sociedad permitía que se filtrara eran principalmente apariencias y confusión. Nunca le habían enseñado a distinguir la ciencia real de la burda imitación. No sabía nada del funcionamiento de la ciencia”.

“Quizá este señor –continúa Sagan– debería aprender a ser más escéptico con lo que le ofrece la cultura popular. Pero, aparte de eso, es difícil echarle la culpa. Él se limitaba a aceptar lo que la mayoría de las fuentes de información disponibles y accesibles para él decían que era verdad. Debido a su ingenuidad, se veía confundido y embaucado sistemáticamente.”

Para los divulgadores científicos, combatir las creencias seudocientíficas que sostiene mucha gente es una labor especialmente ardua y hasta dolorosa. Porque no sólo se trata de compartir información o explicar conceptos, sino de corregir ideas erróneas que muchas veces forman parte importante de la identidad, cultura o estilo de vida de nuestro público. Al mostrar que son equivocadas y carecen de sustento científico, es fácil herir sentimientos y causar desagrado o rechazo. Como dice Sagan de su conversación con el chofer: “[cada cosa] que yo le decía no sólo descartaba una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa de su vida interior”.

Acabo de vivir una experiencia similar en Facebook, en medio de una discusión sobre la homeopatía. Como se sabe, ésta seudomedicina fue inventada en 1810 por el alemán Samuel Hahnemann, y hoy se ha convertido en un negocio internacional multimillonario, a pesar de que nunca ha demostrado la menor efectividad terapéutica en estudios clínicos controlados.

Sin embargo, el efecto placebo, el sesgo de confirmación (recordar sólo los pocos casos en que algo “nos funciona” e ignorar los muchos en que no lo hace), los sesgos ideológicos que ven la ciencia o a “lo químico” como “malo” y lo “natural” como “bueno”, la existencia de enfermedades siguen  un ciclo natural (como el catarro) o las que en ocasiones se curan por sí mismas y la enorme complejidad de la respuesta de un organismo vivo ante la enfermedad, hacen que abunden quienes juran que la homeopatía es eficaz. (Lo mismo ocurre, claro, con cualquiera de las numerosas terapias alternativas que existen, desde las curaciones con cristales, péndulos o aromas, a cosas como rezarle a San Charbel, beber la propia orina, el vudú o las "limpias". El que mucha gente crea algo no es prueba científica de nada.)

Volviendo a la discusión en Facebook, una amable lectora del norte del país preguntó, con genuina curiosidad: “¿qué pasó con la salud de mi familia? Nosotros sólo hemos recurrido a la homeopatía, desde que mi hijo mayor, ahora de 30 años, era un bebé. Mis cuatro hijos no supieron lo que era una inyección y menos tomaron antibióticos hasta que salieron de casa, después de la universidad. Mi esposo y yo hasta ahora nos tratamos con “chochitos” homeopáticos. ¿Hay una explicación a esto?”.

Mi respuesta fue similar a lo expuesto arriba. Pero añadí que su actitud me preocupaba, no sólo por haber puesto en riesgo la salud de sus hijos, sino porque ellos, como posibles portadores no protegidos, ponían también en riesgo la salud de quienes los rodeaban.

Conforme avanzaba el diálogo, con participación de otras personas, era evidente que el desconcierto de la amable señora se iba convirtiendo en inquietud, en molestia. Me disculpé explicando que, como divulgador científico, parte de mi trabajo es precisamente combatir seudociencias.

La lectora insistía: “¿Pensarán lo mismo en el IPN, que mantiene la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía? Por otro lado, no considero irresponsables la actitud de los médicos homeópatas que nos han tratado, ni la mía y de mi esposo hacia nuestros hijos, pues de otra manera ellos no hubiesen crecido sanos y productivos. Confieso que el espíritu de sus notas [criticando la homeopatía] me tienen algo confundida, por decir lo menos”.

Y añadía más datos anecdóticos: “en el DF, mientras los compañeritos de mis hijos enfermaban constantemente, los míos eran reconocidos invariablemente por sus mínimas o nulas ausencias. Mi hijo mayor llegó casi bebé de Europa, con unas amígdalas que iban a operar de emergencia. Con la primera receta homeopática se curó y de allí en adelante nunca utilizamos ninguna otra medicina. Eso no puede ser ni suerte ni coincidencia. Algo hay que hace que miles de personas encuentren alivio en esa medicina”.

Pero ¡resulta que algo así puede ser suerte o coincidencia! Intenté explicar que, precisamente, la única manera de saber si un tratamiento realmente funciona es hacer un estudio clínico controlado, con suficientes pacientes, con una metodología de doble ciego y otros requisitos. De otro modo no se puede distinguir el efecto del tratamiento de todos los otros factores que pueden influir en el resultado. En todos estos estudios clínicos, en todo el mundo, la homeopatía ha demostrado siempre ser totalmente ineficaz.

Ante mi alarma por su comentario acerca de que sus hijos no habían recibido inyecciones, y mi juicio de que tal actitud era irresponsable, la señora continuó: “sí, les dio varicela, sarampión, rubeola, escarlatina, etcétera, porque accedimos a seguir un plan médico y los hicimos contagiar de esas enfermedades para inmunizarlos de por vida, cuidando además de que no contagiaran a nadie porque fue un proceso, como repito, controlado. Ese era el plan y resultó”. A esas alturas, mi asombro y el de los demás participantes en la discusión era ya extremo.

Y sin embargo, no se trataba de una persona inculta ni irracional: ante nuestras afirmaciones de la falta de sustento médico para la homeopatía, se preguntaba “¿no deberían estar quitando cédulas profesionales, cerrando consultorios médicos, hospitales y centros de investigación homeopática? Estoy confundida, preocupada y por demás intrigada sobre lo que sucede al respecto. De verdad que pienso que, entonces, debe haber fuerzas desconocidas que los médicos homeópatas logran inyectar a sus pacientes para curarlos.”

Y arriesgaba una hipótesis: “A la luz de lo que he leído sobre la física cuántica, supongo, pues no soy especialista, que la homeopatía tendrá que ver con el manejo de las energías. No sé. Es una idea. Lo pensé cuando leí sobre los neutrinos. Si no son los medicamentos homeopáticos los que curan, entonces ¿no será una fuerza que todavía no conocemos bien y que de alguna manera se concentra en los famosos chochitos? Tengo entendido que los neutrinos entran y salen de todo lo que nos rodea llevando y trayendo energía… Estoy especulando debido a mi asombro ante su persistencia sobre la inoperancia de la homeopatía”.

Al final, la lectora abandonó la discusión. Yo quedé preocupado al saber que existen en México madres de familia capaces de poner en semejantes riesgos a sus hijos, y reafirmé mi indignación ante tantos defraudadores seudomédicos que en vez de estar tras las rejas, donde pertenecen, siguen poniendo en peligro la salud de la población, sin control de las autoridades de salud.

Disonancia cognitiva
Como el chofer de Sagan, la amable señora tiene auténtica curiosidad científica. Pero durante muchos años ha estado expuesta a información falsa. Será muy difícil que cambie sus convicciones de décadas; la discusión fue sólo un intento por justificarlas y tranquilizar su mente ante las dudas que le surgen al enfrentarse con información científicamente sólida que entra en conflicto con ellas: lo que en psicología se conoce como “disonancia cognitiva”. Aunque… ¿quién sabe? Quizá busque más información y llegue a cambiar sus creencias.

A mí me quedó una lección, ya sabida, pero que otro contacto de Facebook logró expresar concisamente: “Es natural sentirse confundido (por lo menos) cuando nos topamos con que aquello en lo que hemos creído toda la vida resulta no ser tan cierto, o de plano falso. [Enfrentar] eso [y tratar de proporcionar información confiable para cambiar esas creencias sin fundamento científico] es parte del trabajo de los divulgadores, y suele no ser fácil”.

Pues sí. El chiste sería lograr hacerlo sin convertirse en un aguafiestas. Sin duda, la divulgación escéptica, sobre todo en temas médicos, es un trabajo ingrato. Pero no podemos dejar de
hacerlo.

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miércoles, 22 de abril de 2015

Eficiencia y eficacia de la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  22 de abril de 2015

La ciencia funciona a través de un sistema de producción de conocimiento que se evalúa a través de su publicación en revistas especializadas. Luego, los artículos publicados pueden o no ser citados por otros colegas en sus propias publicaciones.

Así, un artículo publicado en una revista de gran prestigio será mejor evaluado. También lo será si recibe un alto número de citas. El investigador, a su vez, será evaluado conforme al número de sus publicaciones, la calificación de las revistas donde publica, y el número de citas que obtengan.

Hay quien se cuestiona qué tan bien gastado está el dinero que se ocupa en mantener el sistema de investigación científica de un país (sobre todo uno no precisamente rico, como el nuestro). ¿Cuál es la eficiencia –definida como la relación entre los recursos invertidos y el producto obtenido– del trabajo de los investigadores científicos? Contra lo que se podría pensar, la respuesta no es tan sencilla como dividir el total de la inversión en ciencia entre el número de artículos de buena, mediocre o mala calidad que produce cada investigador nacional.

Hace poco causó cierto revuelo un análisis, publicado en el periódico singapurense The Straits Times, que se difundió ampliamente en internet (fue comentado en el popular blog filosófico Daily Nous). En él, los autores Asit Biswas y Julian Kirchherr presentan datos que muestran que, del millón y medio de artículos académicos que se publican anualmente en el mundo, un altísimo porcentaje –82 por ciento en humanidades, 32 por ciento en ciencias sociales, y 27 por ciento en ciencias naturales– no recibe ni una cita. Y no sólo eso: se estima que sólo el 20 por ciento de los artículos que reciben citas han sido realmente leídos (los investigadores tienden a conformarse con leer el resumen y las conclusiones de los artículos), y que un artículo típico es leído en su totalidad por menos de 10 personas en el mundo.

En resumen, alrededor de 30 por ciento de todas las publicaciones en ciencias sociales y naturales (para no meternos en líos con las humanidades) parecerían no serle útiles a nadie (pues no reciben citas); y de éstas, 20 por ciento ni siquiera son leídas (es decir, no lograron despertar el interés de nadie). Visto así, parecería que la eficiencia de la ciencia (social o natural) para entregar su producto, el conocimiento, encarnado en artículos arbitrados publicados en revistas internacionales, es muy baja.

Pero evaluar así la producción académica de conocimiento es ignorar uno de sus aspectos más básicos. Porque la ciencia, a diferencia de las labores técnicas, no es algo que pueda planificarse y calendarizarse con exactitud burocrática. Se trata de una actividad esencialmente darwiniana. Guiada por el azar, explora diferentes rutas prometedoras en busca de respuestas a problemas científicos, sin poder predecir cuáles resultarán ser callejones sin salida (la mayoría) y cuáles llevarán a la anhelada solución. (Además de que, muchas veces, lo que ocurre es que se descubren nuevas rutas inesperadas de investigación, que pueden resultar más fructíferas que la investigación original.)

Los procesos darwinianos son intrínsecamente ineficientes, pues hallan respuestas buscando ciegamente por todas las rutas hasta hallar soluciones. Pero son tremendamente eficaces: funcionan; obtienen resultados… sin tomar en cuenta cuántos recursos se gasten para lograrlo.

Si queremos tener descubrimientos científicos de importancia, que puedan dar origen a aplicaciones que puedan patentarse y generar industrias y riqueza, o resolver problemas de salud, ambientales o sociales, tendremos que tener una gran cantidad de investigadores trabajando. Sólo de vez en cuando se producen grandes descubrimientos. Pero cuando ocurren, valen por toda la investigación de bajo impacto que se haya realizado.

Sólo comprando muchos boletos puede uno ganarse la rifa científica. La ciencia es una inversión a largo plazo, que sólo da frutos si se cultiva con paciencia y se nutre adecuadamente.

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miércoles, 15 de abril de 2015

El dinero para la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  15 de abril de 2015

El pasado lunes 13 de abril el presidente Peña Nieto entregó, en Palacio Nacional, los Premios de Investigación de la Academia Mexicana de Ciencias correspondientes a 2012, 2013 y 2014.

Durante la
entrega, Peña Nieto destacó que los recursos públicos destinados por el gobierno federal de 2012 a 2015 a ciencia y tecnología “se han incrementado en 36 por ciento en términos reales, y en 47 por ciento en términos nominales, pasando de 0.43 por ciento con respecto al producto interno bruto (PIB) a 0.54 por ciento”. Si no me equivoco, sería la primera vez que el presupuesto en ciencia y tecnología rebasa el 0.5 por ciento del PIB.

Además, sorprendentemente, en vista de la difícil situación económica actual, reiteró uno de los compromisos que hizo al comenzar su mandato: “que la inversión en ciencia, tecnología e innovación alcance el 1 por ciento del PIB” al final del sexenio.

Peña Nieto incluso dijo, inspirado, que “la ciencia, la tecnología y la innovación son las luces que alumbran el destino de México”. Por su parte, el secretario de hacienda, Luis Videgaray, comentó que “los investigadores galardonados son la evidencia concreta e irrefutable de que en México se hace ciencia de calidad, ciencia pertinente, ciencia rigurosa”; informó que cada año egresan 65 mil jóvenes de carreras tecnológicas, y mencionó que, según el Banco Mundial, “16.3 por ciento de las exportaciones nacionales son consideradas de alto contenido tecnológico”. Finalmente, Videgaray opinó que “hoy, el sector de ciencia y tecnología, las instituciones públicas y privadas, los centros de investigación están demostrando en los hechos que vale la pena invertir en ciencia y tecnología”.

Son datos alentadores, como lo es que, al menos en el discurso, los gobernantes reconozcan la importancia de la inversión –que no gasto– en estos rubros.

Sin embargo, esta información contradice, en cierto sentido, lo afirmado en una noticia del pasado 2 de abril, donde se informaba que “el gobierno federal anticipó a la Cámara de Diputados un recorte al presupuesto del próximo año para 48 programas prioritarios”, entre ellos algunos de “ciencia, educación y desarrollo social”. Estos recortes forman parte de los 135 mil millones de pesos que la Secretaría de Hacienda disminuirá al presupuesto de egresos para 2016.

El anuncio de estos futuros recortes suena más escandaloso cuando se lee que, en cambio, “los programas prioritarios de las Secretarías de Defensa Nacional y de Marina, así como de la Procuraduría General de la República no sufrirán ninguna merma”. La situación parece un poco más razonable cuando se entera uno de que, como informa Luis González de Alba en su columna en Milenio Diario del pasado viernes 10 de abril, el presupuesto de este año para la Secretaría de Educación Pública (SEP) es de 305 mil millones de pesos (de un presupuesto total de 4 billones 695 mil millones), mientras que el de la Defensa Nacional es de 71 mil, y el de la PGR de sólo 17 mil. Casi cuatro veces más para educación que para defensa.

Echándole un ojo al Presupuesto de Egresos 2015, veo que también informa que el “Programa de Ciencia, Tecnología e Innovación” contará con 88 mil millones de pesos, mientras que el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) tendrá casi 34 mil millones (que no alcanzo a discernir si son adicionales a los del programa antes mencionado).

En resumen: pareciera que el gobierno está valorando la ciencia y la tecnología. Pero habrá que ver si ello se cumple en los años venideros. Lo que no se ve todavía es que se aprecie a la ciencia más allá de sus aplicaciones industriales; una visión todavía tercermundista. Pero algo es algo. Tratemos de ser optimistas.

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miércoles, 8 de abril de 2015

Dice mi mami que siempre sí

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  8 de abril de 2015

Todo mundo sabe que exponerse al frío puede causar catarro (sobre todo las madres, que abrigan a sus retoños cuando ellas sienten frío, aunque el chilpayate esté muriendo de calor).

Sin embargo, desde hace tiempo la ciencia ha declarado falsa tal creencia: no había evidencia ni mecanismo conocido mediante el cual la baja temperatura favorezca la infección por rinovirus (o por cualquiera de los otros cientos de virus que causan el resfriado común). Más bien, se pensaba que era el estar encerrado con otras personas debido al clima frío en invierno lo que facilitaba los contagios. (De hecho, a muchos sabelotodo les encanta burlarse de quien se cubre para no acatarrarse, considerándolos ignorantes.)

Pero la sabiduría popular a veces tiene la razón. Además de la experiencia de las mamás, y de cada uno, que nos hace ponernos suéteres y bufandas para no enfermarnos –porque cuando no lo hemos hecho hemos pagado las consecuencias– el nombre mismo de la enfermedad confirma su relación con los enfriamientos. Si bien la palabra catarro viene del griego katarrous, que significa “flujo que baja” (de katá, hacia abajo –misma raíz de “catabolismo”–, y rhein, “fluir” –por eso el estudio de los fluidos se llama “reología”), su sinónimo resfriado deriva de “enfriar” (igual que su nombre en inglés, cold).

Una de las debilidades que más frecuentemente se le achaca a la ciencia es que cambia de opinión. Pero en realidad se trata de una de sus mayores virtudes: la capacidad de ajustar sus teorías cuando surge nueva evidencia; de corregir los errores que inevitablemente se cometen en el camino, y de avanzar así hacia un conocimiento cada vez más profundo y confiable.

Desde hace varias décadas se sabe que, por alguna razón, los rinovirus pueden reproducirse (replicarse) más rápidamente, y por tanto causar infecciones, a temperaturas ligeramente inferiores a los 37 grados centígrados del cuerpo humano. La mucosa nasal suele tener una temperatura de entre 33 y 35 grados. Pues bien: resulta que un equipo de investigadores de la Universidad de Yale, en Estados Unidos, comandado por Akiko Iwasaki, decidió investigar el por qué de esta preferencia del virus por el frío.

Investigaciones previas habían mostrado que el efecto del frío parece no depender del virus en sí. Así que Iwasaki y sus colegas decidieron investigar si la causa estaba en el organismo infectado. Usando células de tejido respiratorio de ratón, y cultivando los virus a 33 o 37 grados, hallaron que a baja temperatura la respuesta de las células, que involucra la producción de interferón –una clase de proteínas que hacen que las células cercanas activen diversos mecanismos de defensa contra los virus– disminuyera.

La investigación, publicada en la Revista de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos (PNAS) el pasado 20 de enero, demostró así que en efecto, una baja temperatura puede causar que los rinovirus puedan infectar más fácilmente no sólo la mucosa nasal, sino también el tejido pulmonar (de hecho, últimamente se ha hallado que los rinovirus son también importantes en ataques de asma e infecciones pulmonares).

De modo que la ciencia dice, después de todo, que nuestras madres tenían razón. Más vale taparse cuando hace frío: ¡no nos vaya a dar un catarro!

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miércoles, 1 de abril de 2015

Elogio del ribosoma

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  1 de abril de 2015

La subunidad
grande del ribosoma
El microscopio compuesto se inventó alrededor de 1590. En 1665, el inglés Robert Hooke descubrió las células. En 1676, el holandés Anton Van Leeuwenhoek descubrió los microorganismos. Para 1838, estaba claro que todos los seres vivos están formados por una o varias células.

El estudio de la célula, unidad fundamental de la vida, avanzó por dos vías principales: la microscopía, que reveló estructuras cada vez más pequeñas y detalladas en su interior, y el análisis químico, que permitió averiguar de qué sustancias estaba compuestas esas estructuras. Por supuesto, hubo también que desarrollar técnicas, como la ultracentrifugación, para separar los distintos componentes de la célula y poder así analizarlos con detalle.

La subunidad
pequeña del ribosoma
Microscopios ópticos primero, y luego electrónicos, revelaron organelos celulares como núcleo, membrana, mitocondrias, cloroplastos… En los años 50, el rumano George Palade (premio Nobel de fisiología en 1974) descubrió unos minúsculos gránulos que se hallaban en gran número en todas las células estudiadas (¡hasta 10 millones por célula, en mamíferos!). Se halló que estaban compuestos por varias proteínas y un tipo de ácido nucleico (ARN, ácido ribonucleico) que contiene el azúcar ribosa (en vez de la desoxirribosa del más conocido ADN). De ahí su nombre: ribosomas.

Se halló que la función de los ribosomas es fabricar, siguiendo las instrucciones genéticas contenidas en el ADN, las proteínas: moléculas que realizan prácticamente todas las funciones de la célula viva; en particular, las proteínas llamadas enzimas facilitan y controlan las reacciones químicas celulares. Hoy sabemos –gracias al uso de otras técnicas para analizar la estructura detallada de las moléculas, como la cristalografía de rayos X– que el ribosoma es una complejísima máquina molecular formada por unas 80 proteínas y cuatro moléculas de ARN.
Animación de un ribosoma
fabricando proteínas

Inicialmente se pensó que el ARN sólo servía como una especie de andamio para acomodar a las proteínas, que llevaban a cabo las numerosas y complejas funciones del ribosoma. Pero en los años 80 se descubrió que existían moléculas de ARN que podían llevar a cabo reacciones químicas, como lo hacen las enzimas. A partir de este descubrimiento, que cambió el panorama de los estudios de biología molecular y origen de la vida, y al acumularse abundante evidencia, para el año 2000 estaba ya claro que es el ARN de los ribosomas quien ejecuta sus funciones, y que las proteínas ribosomales sirven sólo para afinarlas y modularlas.

Recientemente estuvo en México la cristalógrafa israelí Ada Yonath, ganadora del premio Nobel de química en 2009 por sus trabajos sobre la estructura y función del ribosoma. En conferencias durante el simposio The major transitions in evolution, comentado aquí la semana pasada, y en la Facultad de Química de la UNAM, donde es Profesora Extraordinaria, habló sobre su trabajo y lo que hoy se sabe sobre este organelo, fundamental para toda célula viva.

Entre otras cosas, destacó cómo sus estudios han revelado que en el corazón del ribosoma se hallan dos tramos de ARN casi idénticos y simétricos, que constituyen el sitio activo donde se forma el enlace químico entre los aminoácidos que se irán encadenando uno por uno hasta integrar una nueva proteína. Ese núcleo básico, que Yonath ha llamado “el proto-ribosoma” sería el antepasado evolutivo del ribosoma actual; una especie de fósil molecular. Y sería también, en sus palabras, “la entidad alrededor de la cual evolucionó la vida; toda la vida”. El proto-ribosoma representaría el eslabón que permitió el paso del primitivo “mundo del ARN”, formado por las primeras moléculas capaces de autorreplicarse, al “mundo de las ribonucleoproteínas” y posteriormente al actual “mundo del ADN”.

La doctora Yonath también habló de cómo las proteínas ribosomales sufren modificaciones en respuesta a los cambios ambientales que enfrentan los organismos (descubrimiento que surgió a partir de los estudios en maíz de la doctora Estela Sánchez Quintanar, decana del posgrado en bioquímica de la propia Facultad de Química de la UNAM), y de cómo el estudio de estas modificaciones podría llegar a tener aplicaciones médicas. (Ya desde hace décadas se sabe que muchos antibióticos actúan al interferir con la función de los ribosomas de las bacterias que nos enferman).

El ribosoma: origen de las funciones de la vida; nanomáquina molecular “inteligente” y de precisión; blanco para nuevos tratamientos terapéuticos. Como bioquímico y biólogo molecular de corazón, refrendo mi fascinación por este fabuloso organelo.

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