miércoles, 25 de noviembre de 2015

Genomas fluidos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de noviembre de 2015

Cuanto más conocemos a los seres vivos, más complejos y fascinantes revelan ser.

Ayer se celebraron en todo el mundo los 156 años de la publicación del libro en el que Charles Darwin propuso la teoría que le ha dado coherencia a todo el pensamiento biológico desde entonces: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.

Sin embargo, aparte del mecanismo que Darwin propuso, se ha descubierto que los seres vivos también pueden evolucionar de otras maneras. Una de las revoluciones conceptuales más importantes en biología tuvo lugar el siglo pasado cuando, en un artículo publicado en 1967, luego de numerosos rechazos, la bióloga estadounidense Lynn Margulis (que en ese entonces firmaba como Lynn Sagan, pues estaba casada con el famoso astrónomo y divulgador del mismo apellido) propuso la insólita teoría de que los organismos podían evolucionar a partir de la simbiosis.

En 1909, el biólogo ruso Konstantín Merezhkovski propuso que los “cromatóforos” (cloroplastos) de las células vegetales habían sido originalmente bacterias fotosintéticas que habían establecido una endosimbiosis con el antecesor de las células vegetales: se habían quedado a vivir dentro de ellas, para beneficio mutuo. Por su parte, en 1922 el biólogo estadounidense Ivan Wallin propuso un origen similar para las mitocondrias presentes en todas las células con núcleo, o eucariontes.

Margulis recuperó ambas ideas, las actualizó y durante décadas amasó una enorme cantidad de evidencia para apoyar la “teoría endosimbiótica” de la evolución. Hoy es aceptada sin reservas y se encuentra en todos los libros de texto.

Gran parte de la evidencia decisiva para la teoría de Margulis provino de la genética, pues se halló que una gran mayoría de los genes de mitocondrias y cloroplastos, que son distintos de los genes del núcleo de las células, son notoriamente similares a los presentes en bacterias. Hoy el árbol de la vida que muestra la genealogía de todos los seres vivos, partiendo de bacterias (procariontes, cuyas células no tienen núcleo definido) hasta los actuales animales, plantas, hongos y protozoarios eucariontes, tiene dos gruesas ramas cruzadas donde las bacterias pasaron, en dos grandes eventos de evolución súbita, a dar origen a mitocondrias, primero, y cloroplastos, más tarde.

Sin embargo, hay otra gran revolución que ha venido a ampliar la visión de la evolución que planteó Darwin: la llamada transferencia lateral u horizontal de genes, fenómeno ampliamente presente en procariontes mediante el que éstos intercambian genes, entre individuos y entre especies, de manera libre, de una célula a otra (y no de padres a hijos). A veces “copulando” entre ellas (proceso denominado conjugación), a veces tomando ADN que flota en el medio externo (transformación), y a veces porque un virus transfiere genes de una célula a otra (transducción).

La transferencia horizontal de genes ha revelado que los procariontes son organismos genéticamente promiscuos: intercambian genes tan continuamente que hoy más que de genomas separados de distintas especies se habla de “pangenomas”.

Muchos biólogos han propuesto que los eucariontes también podrían estar intercambiando continuamente genes con los procariontes. ¿Qué mecanismo evolutivo es más importante para la evolución de los eucariontes: la simbiogénesis que ocurre de golpe, de vez en cuando, e introduce súbitamente un nuevo genoma a la célula, como lo planteaba Margulis, o la transferencia horizontal, continua y suave, que va acumulando paulatinamente genes procariontes en el genoma de los eucariontes?

Un estudio realizado por un grupo internacional encabezado por William Martin, del Instituto de Evolución Molecular de Düsseldorf, Alemania, y publicado en agosto pasado en la prestigiosa revista Nature, analizó más de 9 mil genes de 55 especies de eucariontes (incluida la humana) y los comparó con más de 6 millones de genes de casi dos mil especies de procariontes.

El resultado, producto de un complejo análisis bioinformático, muestra claramente que, aunque los procariontes evolucionan intercambiando información horizontalmente, en los eucariontes la transmisión vertical, de padres a hijos, es muchísimo más importante. El análisis muestra de manera muy gráfica cómo el surgimiento de mitocondrias y cloroplastos incorporó súbitamente nuevos genes a los genomas de las células precursoras de los modernos eucariontes. (El trabajo también confirma que otra propuesta hecha por Margulis en 1967, la de que los organelos celulares conocidos como cilios o flagelos eucariontes –que ella llamaba undulipodios– se originaron por la endosimbiosis con bacterias del tipo de las espiroquetas, parece no tener mayor fundamento. No siempre se puede ganar.)

Margulis, que murió en 2011, se ha convertido también en un símbolo del feminismo en ciencia. En parte por su evidente importancia como científica muchas veces menospreciada en un medio predominantemente masculino. Su trayectoria y tesón son un ejemplo para fomentar la participación y la búsqueda de igualdad para las mujeres en ciencia. Por desgracia, también se ha querido usar a la simbiogénesis para promover una visión ideológica feminista más bien dudosa, presentándola como una forma de evolución más “femenina” y cooperativa, por contraste con la selección natural, que se basa en la competencia “masculina”. Visión que, sobra decirlo, no tiene mayor fundamento en la biología seria.

En fin: al parecer, la vida es mucho más fluida de lo que pensábamos. Las especies vivas parecen ser más bien mosaicos de genes que se intercambian y modifican de manera azarosa, por los más diversos mecanismos: aquellas combinaciones que funcionan para sobrevivir en un ambiente dado son las que persisten. Trabajos como los de Darwin y Margulis no dejan de asombrarnos.

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miércoles, 18 de noviembre de 2015

Dudas y preguntas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de noviembre de 2015

La masacre del viernes 13 en París conmocionó al mundo, y ha desatado una ola de preocupación, discusión y cuestionamientos.

Y también de confusión. Se trata de un tema, y un conflicto, especialmente complejos, y que tienen detrás causas históricas, políticas, económicas, sociales, culturales… e, inevitablemente, religiosas.

El llamado Estado Islámico de Irak y Siria, o ISIS, por sus siglas en inglés, autor de los atentados terroristas que sembraron simultáneamente el pánico en diversos puntos de París, es sin duda una organización nacida del fundamentalismo religioso. ISIS surge de una minoría de la población musulmana sunita (o suní), la cual representa al 85% de los musulmanes del mundo (mientras que la otra gran rama del islam, los chiitas o chiíes, representan el 15% restante). La interpretación extrema del islam adoptada por ISIS pervierte el concepto de yihad –que representa el deber de los musulmanes de mantener la religión y servir a dios– convirtiéndolo en equivalente a “guerra santa”, y considera a todo aquel que no profese dicha fe como un “infiel” que debe ser convertido o ejecutado, considera que la democracia es una forma inaceptable de gobierno, y busca imponer un estado religioso islámico –el califato– a todo el mundo. Hay que decir que gran parte de sus seguidores, incluyendo a quienes participan en ataques terroristas, lo hacen motivados en gran parte –junto con otras causas como el resentimiento social producto de la discriminación que sufren en países no islámicos– por sus convicciones religiosas.

Uno de los mayores daños que ISIS ha causado es promover, con sus ataques terroristas que se caracterizan por una crueldad extrema, el rechazo generalizado a la población musulmana en Europa y Estados Unidos, y en especial a los migrantes que, desde hace mucho, pero en mucha mayor cantidad desde la llegada al poder de estos extremistas, ha tenido que abandonar sus países –destacadamente, Siria– para buscar refugio en Europa. Así, ISIS promueve el odio y la discriminación contra los musulmanes.

Es poco lo que se pueda decir al respecto que no se esté diciendo ya en medios y redes sociales, y mucho más se dirá en los meses y años próximos. Pero, sin caer pues en generalizaciones que califican al islam como una religión de intolerancia y extremismo, pero sin negar que ISIS invoca su fe como la justificación final de sus acciones, cabría hacer algunas preguntas:

¿Cuáles son las verdaderas causas, históricas y estructurales, que explican el surgimiento de un grupo tan violento como ISIS, y su espectacular ascenso al poder?

¿Es el islam una religión que de alguna manera facilite el surgimiento de grupos extremistas violentos? Dicha violencia ha estado históricamente presente en muchas religiones, pero en general en el mundo cristiano ha quedado controlada por la adopción de valores como la separación iglesia-estado, la democracia y los derechos humanos universales e inalienables. ¿Será posible que la gran mayoría de musulmanes sunitas no radicales, junto con los musulmanes chiitas, pudieran controlar y evitar en el futuro el surgimiento y empoderamiento de otros grupos y gobiernos radicales como el de ISIS?

Obviamente reducir la cuestión a una lucha religiosa, o de Oriente-Occidente, es erróneo y simplista. Pero también es cierto que la ideología religiosa de grupos como Al Qaeda o ISIS se opone fundamentalmente a muchos de los valores que forman el núcleo de la forma de vida que identificamos como “occidental”. Aunque resulte una cuestión extremadamente incómoda, habría que preguntar, desde un punto de vista puramente político: ¿realmente será posible, en aras de un respeto a la diversidad cultural y religiosa, reconciliar los valores del islamismo extremo, y del islam en general, con los de la democracia? Quisiéramos pensar que sí; en todo caso, la pregunta clave sería ¿cómo?

Quizá el fenómeno más notorio en relación con los atentados de París es la violenta ola de discusión desatada en redes sociales entre aquellos que eligieron –elegimos– solidarizarnos con las víctimas, y con la ciudad y el país agredidos, así fuera por medio de gestos meramente simbólicos como difundir memes o poner la bandera de Francia en nuestras fotos de perfil en redes sociales, y quienes consideran esto como una muestra de intolerancia e insensibilidad ante otras matanzas igual de crueles ocurridas en países islámicos, y ante los abusos de Francia, Estados Unidos y en general de “Occidente” contra el mundo árabe-islámico. Algo merecedor de las más ásperas críticas, descalificaciones e insultos.

¿Realmente el que la gente comente y se solidarice más fácilmente con las muertes ocurridas en París que con las que ocurren en Siria es muestra de insensibilidad o discriminación? Después de todo, las conexiones entre países como el nuestro y Francia son mucho más abundantes que con Siria, igual que la presencia de medios, reporteros y corresponsales internacionales que en Damasco. Es más fácil enterarse de lo que ocurre en París que en los países árabes.

Por otro lado, hay estudios serios que muestran que las personas natural, inevitablemente, sienten mayor empatía con las desgracias que ocurren en países cercanos al suyo, a gente con un perfil étnico similar a ellos y en culturas similares a la propia. Puede que el expresar apoyo sólo a ciertos países y valores sea injusto, pero quizá no de manera consciente o voluntaria.

Y no hay que olvidar que Francia representa simbólicamente muchos de los valores fundamentales de nuestra cultura; cultura que es, inevitablemente… occidental.

Al final, yo sólo puedo opinar que la solidaridad siempre es válida, aun si es imperfecta o “selectiva”. Que el terrorismo siempre es aborrecible, y que es distinto de la guerra y el crimen común. Y que más que enfrascarnos en discusiones sobre quien es más “justo” en su solidaridad, habría que trabajar a nivel global en buscar maneras de hacer compatible el respeto y la tolerancia a la diversidad política y religiosa con la convivencia pacífica que el mundo tan urgentemente necesita.

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miércoles, 11 de noviembre de 2015

Mariguana


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de noviembre de 2015

Sin duda, el tema de discusión en las últimas dos semanas ha sido la mariguana. Si la Suprema Corte debía o no otorgar el amparo a los cuatro solicitantes para poderla cultivar y consumir, como finalmente ocurrió, y el debate más amplio sobre su posible despenalización y legalización.

Yo, aunque parezca siempre estarme quejando soy un optimista de clóset. Y estoy convencido de que la humanidad va, mal que bien, progresando, y de que así como la esclavitud, el racismo, el sexismo y la homofobia han sido reconocidos como lo que son, aberraciones intolerables, la libertad del individuo para decidir, dentro de límites razonables, cómo cuida de su salud y qué sustancias introduce en su cuerpo irá siendo reconocida globalmente.

Al mismo tiempo, y a nivel personal, me desagrada la idea de fumar algo que disminuye las capacidades racionales –por más que potencie (o quizá sólo distorsione) las perceptivas. Pero, como bien dijo Enrique Peña Nieto, la opinión personal que uno tenga del asunto es lo que menos importa cuando se trata de regular algo a nivel social. Además, y aunque no consumo alcohol (más por deficiencias en mi formación que por convicción) ni ninguna otra droga, sí tomo diariamente café, y he recurrido, cuando ha sido necesario (y siempre bajo supervisión médica) a antidepresivos y ansiolíticos, así que mi actitud respecto al consumo de sustancias que alteran el estado psíquico no es precisamente congruente.

Siendo ésta una columna que aborda temas científicos, vale preguntarse, ¿qué dice la ciencia al respecto de la despenalización de la mariguana? La verdad es que no mucho. O más bien, sí, mucho, quizá demasiado, pero nada muy claro. Así como hay estudios confiables que muestran que en general es una droga poco adictiva y poco dañina, también los hay que muestran que su consumo en niños y adolescentes puede perjudicar el desarrollo intelectual, y que en ciertos casos (raros) puede llevar a alteraciones psíquicas graves, como brotes psicóticos. Igualmente, hay evidencia a favor y en contra, argumentos y contraargumentos, respecto a su inocuidad a largo plazo, el alcance de sus usos médicos, y su función como “puerta de entrada” al uso de drogas “duras”, más claramente adictivas y dañinas.

En parte esto se debe, en mi opinión, a que la prohibición de su uso ha impedido hacer estudios amplios y bien controlados, tanto médicos como sociales, sobre sus efectos y los posibles riesgos y beneficios de su uso recreativo y terapéutico. Probablemente al dejar de estar penalizada será posible obtener datos más sólidos.

Por lo pronto, como reportó ayer Milenio Diario, el estudio Panorama actual del consumo de sustancias en estudiantes de la Ciudad de México, realizado por el Instituto para la Atención y Prevención de las Adicciones (IAPA), en colaboración con la Administración Federal de Servicios Educativos en el DF y el Instituto Nacional de Psiquiatría, y basado en una muestra de 26 mil estudiantes de secundaria y bachillerato de escuelas públicas y privadas, revela que su uso aumentó en 3.5 por ciento en los últimos dos años. Los especialistas que presentaron le encuesta atribuyen esto a que “ha disminuido la percepción de riesgo” respecto a la hierba. En otras palabras, dejar de satanizar la mariguana y promover su despenalización favorece también su uso.

¿Es esto bueno? ¿Malo? ¿Es deseable? Idealmente, la decisión recaería en la madurez, conciencia e inteligencia de cada quién. Pero, sin duda, en caso de que se despenalice (como sin duda sucederá, tarde o temprano) será necesario regular su venta y consumo, tal como se hace con el tabaco y el alcohol, cuya venta está prohibida a menores de edad… aunque esto no impida, claro, que haya algunos menores de edad que los consuman.

Por otra parte, y a pesar de su amplio uso (hoy pareciera necesario fumarla para estar a la moda), probablemente la mariguana no sea ya la principal fuente de dinero para los narcotraficantes, si es que alguna vez lo fue. El estudio de IAPA revela que un 37 por ciento de los usuarios de mariguana gasta menos de cincuenta pesos semanales en ella, y sólo un 11 por ciento gasta más de 500 pesos. Son las drogas más caras –cocaína, crack, heroína– las que sostienen en gran parte a esta industria multimillonaria, y son éstas las que pueden causar adicción intensa, dañar gravemente la salud y provocar que el usuario se vuelva disfuncional en sociedad.

Al final, y en espera de futuros estudios que nos proporcionen información más precisa para afinar las decisiones que como sociedad tomemos, parece razonable despenalizar y regular el uso de la mariguana, al tiempo que se promueven campañas de información y educación. En una sociedad democrática, son los ciudadanos, basados en información confiable, quienes deben decidir si la usan o no. ¿Y respecto a las drogas duras? Esa, necesariamente, será otra discusión.

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miércoles, 4 de noviembre de 2015

La suspicacia estéril

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de noviembre de 2015

Una de las piedras angulares del método científico, responsable en gran parte de su poder explicativo y predictivo, es el pensamiento crítico.

Como dicen los especialistas norteamericanos en enseñanza de la ciencia James Rutherford y Andrew Ahlgren (Science for all americans, Oxford University Press, 1990, traducido como Ciencia, conocimiento para todos, SEP, México, 1997), “La ciencia se caracteriza tanto por su escepticismo como por su apertura. Aunque una nueva teoría puede recibir atención seria, en ciencia rara vez ganará una aceptación generalizada hasta que sus promotores puedan mostrar que hay evidencia que la apoya, que es lógicamente consistente con otros principios que no están en duda, que explica más cosas que las teorías rivales y que tiene el potencial de llevar hacia nuevos conocimientos. La educación científica puede ayudar a los estudiantes a apreciar el valor social del escepticismo sistemático y a desarrollar en sus mentes un saludable balance entre apertura y escepticismo”.

Desgraciadamente, en México la educación en general, no sólo la científica, pasa por una crisis severísima, y lo que en nuestra población debiera ser un pensamiento crítico basado, antes que nada, en un sentido común educado y nutrido por conocimientos, y apoyado en un escepticismo informado (no irreflexivo) se ha convertido en lo que podríamos llamar una suspicacia estéril, un sospechosismo pernicioso: una inteligencia estúpida.

Dos botones recientes de muestra: en 2009, cuando la pandemia de influenza que comenzó en nuestro país se extendía por todo el mundo, surgieron voces que hablaban de una supuesta conspiración para lanzar el virus, que habría sido traído por el presidente Obama en una visita que coincidió con el brote. Al mismo tiempo, se habló de un complot del gobierno de Felipe Calderón para crear alarma con una epidemia inexistente. (“Qué influenza ni qué ocho cuartos”, recordará usted que declaró en esos días su eterno contrincante, Andrés Manuel López Obrador).

¿La realidad? Como se discutió en su momento en este espacio, se trató de una epidemia real, con un riesgo potencial alto, ante la que se reaccionó de manera adecuada conforme a las normas internacionales, y que finalmente resultó, por suerte, ser menos mortífera de lo que se temía.

Caso dos: el reciente huracán “Patricia”. Se trata del fenómeno que más rápidamente ha crecido, en la historia conocida, de ser una tormenta tropical a huracán categoría 5. Nuevamente, se actuó conforme a las normas internacionales de prevención de desastres, informando ampliamente a la población y tomando medidas de protección. Al final, el huracán resultó mucho menos dañino de lo temido, pues fue igualmente el que más rápidamente ha bajado de categoría 5 a 1 y a tormenta, para luego desvanecerse. (Aunque no dejó de haber graves daños: el pueblo de Chamela, en Jalisco, entre Manzanillo y Puerto Vallarta, fue gravemente castigado, y la Estación de Estudios Biológicos que la UNAM tiene ahí quedó casi destruida. Actualmente se está estudiando en qué medida el comportamiento atípico de Patricia puede ser consecuencia del cambio climático global.)

Y nuevamente, los rumores y comentarios sobre un supuesto complot o cortina de humo por parte del gobierno mexicano para distraer a la opinión pública de temas más importantes, de “un experimento masivo de manipulación de masas” y demás despropósitos se apoderaron de las redes sociales. (Dejemos de lado, por el momento, las declaraciones de Peña Nieto sobre la “energía positiva” de las cadenas de oración como herramienta para combatir huracanes.)

Podríamos mencionar otros casos. El punto es que una proporción importante de los ciudadanos mexicanos, sobre todos los que tienen acceso a internet y redes sociales, está cayendo en el fenómeno conocido como “conspiranoia”: la tendencia a desconfiar de toda información oficial, independientemente de su intención y de la evidencia que la soporte, para adoptar teorías de complot que suponen que los gobiernos –u otros poderes más oscuros– conspiran haciendo planes secretos para engañar a la población.

Sí: el pensamiento crítico –del que el método científico es un refinamiento– exige no aceptar a ciegas las afirmaciones, sino ponerlas en duda y exigir evidencia. Pero no todas las afirmaciones merecen ser puestas en duda, si no hay razones para ello. Y la evidencia que nos lleve a aceptarlas o descartarlas debe ser confiable: haber sido verificada directamente o provenir de fuentes dignas de crédito. Además de que los razonamientos que nos lleven a aceptar o rechazar una idea deben ser lógicamente coherentes, no sólo “sonar bien”.

El rechazo a la información fidedigna sobre epidemias (influenza, VIH, chikunguña), desastres naturales (huracanes, temblores, cambio climático), vacunas y otros temas es más bien de tipo ideológico: rechazamos las ideas que no nos gustan o que vienen de fuentes con las que no comulgamos (como el gobierno), y luego hallamos maneras de racionalizar ese rechazo.

Tristemente, ésta es la receta para ser un país cada vez más atrasado. La manera de resolver nuestros problemas no es desechar por sistema toda la información que provenga de la autoridad, sino someterla a un examen crítico, sí, pero sensato e informado, y tratando de evitar sesgos ideológicos. De otro modo, seguiremos enriqueciendo a los charlatanes que nos venden remedios milagro o “fenómenos ovni”, mientras rechazamos la información que nos puede permitir protegernos y mejorar nuestro nivel de vida.

Dudaremos de todo, pero eso no nos hará mejores.

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