miércoles, 27 de abril de 2016

Esas malditas canas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de abril de 2016

A nadie le gusta envejecer, y uno de los primeros signos que nos hacen darnos cuenta de que la juventud es un tesoro escurridizo es la aparición de las primeras canas.

La primera solución para quienes nos negamos a dejar que la naturaleza siga su curso y a aprender a vivir con un número cada vez mayor de canas, es simplemente arrancarlas. Algo factible sólo en las primeras etapas del inevitable encanecimiento que todos, algunos tarde y otros desde muy temprano, sufrimos. Pero que se vuelve impráctico conforme estos molestos recordatorios de nuestra mortalidad van aumentando en número e invaden zonas como cejas, patillas, barbas y el vello de otras partes del cuerpo.

Más tarde, uno se ve obligado a recurrir a tintes, que además de ser caros, maltratan el cabello y nunca acaban de verse totalmente naturales (por el contrario, con gran frecuencia hacen que uno se vea como muñeco de ventrílocuo, sobre todo si lo que se pinta es la barba). Y hay zonas del cuerpo humano en las que uno realmente duda antes de aplicar un tinte, que siempre tiene cierto efecto irritante.

¿Qué causa el encanecimiento? En realidad la pregunta tendría que ser a la inversa: ¿qué causa que el pelo tenga color? Respuesta: una familia de pigmentos llamados melaninas, que dan color no sólo al pelo, sino a toda la piel, y que vienen en dos variedades principales: la eumelanina (del griego eu, “verdadero”), que va de color café al negro, y la feomelanina, cuyo nombre no viene de “feo”, sino del griego phaeos, “gris”, y que sin embargo es de color anaranjado-rojiza. La concentración y distintas combinaciones de melaninas presentes en la piel y el cabello dan origen a la variedad de tonalidades que observamos en los distintos grupos e individuos humanos. Pues bien, la causa del encanecimiento es el cese de la producción de melanina.

El cabello es una estructura extremadamente compleja. Se produce en unos pequeños órganos de la piel llamados folículos, y consta principalmente de células llamadas queratinocitos, por estar repletas de la proteína queratina (que, además del pelo, forma la capa superficial de la piel, las uñas y las pezuñas y cuernos de los animales). Sólo las células del folículo están vivas; las que forman el pelo propiamente dicho (o tallo) están muertas. La melanina que da color al cabello es producida por otras células del folículo, llamadas, muy apropiadamente, melanocitos, y pasa a los queratinocitos a través de unos gránulos denominados melanoplastos. Y resulta que a lo largo de la vida los melanocitos suelen vivir y renovarse durante menos tiempo que los queratinocitos (técnicamente, las células madre de los melanocitos, o melanoblastos, dejan de reproducirse); como resultado, el cabello sigue creciendo, pero ya sin color.

El encanecimiento sobreviene cuando los melanocitos del folículo mueren y dejan de producir melanina. Hasta hace poco no se entendían las bases genéticas de este proceso. Pero un equipo multinacional de 36 científicos coordinado por Andrés Ruiz Linares, del University College de Londres, en el que participaron varios mexicanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), junto con especialistas de otros cuatro países (Colombia, Perú, Brasil, y Chile) publicó, el pasado primero de marzo, un artículo en la revista Nature Communications donde describen, entre otros hallazgos, el primer gen relacionado con el encanecimiento en humanos (que, se piensa, puede tener que ver con la supervivencia y reproducción de los melanocitos del folículo piloso).

El gen se localizó estudiando los genomas de 6 mil 357 individuos, hombres y mujeres, que mostraron tener genes de orígenes mixtos (48% europeos, 46% nativo americano y 6% africano). Se usaron métodos estadísticos para relacionar las características de su cabello (distribución, calvicie, color, encanecimiento, forma rizada o lacia y, en hombres, distribución del vello facial, como patillas, barba, ceja y presencia de “uniceja”) con sitios específicos del genoma. Además del gen relacionado con el encanecimiento, se localizaron también otros genes interesantes, relacionados con otros aspectos estudiados.

Es probable que este tipo de investigaciones puedan llevar, con el tiempo, a terapias que permitan controlar y combatir el encanecimiento (por ejemplo, mejorando la supervivencia de los melanocitos del folículo), lo cual haría felices a muchos de quienes odiamos las canas. Pero quizá también nos puedan dar la posibilidad de cambiar el color o la textura del cabello (¿se imagina, lectora, volverse pelirroja o lacia de manera natural, al modificar la expresión de los genes de los folículos pilosos?). Y también podrían llevar a aplicaciones menos frívolas y más cercanas, como el usar muestras genéticas de los restos de un cuerpo humano para determinar el color del pelo y su textura, lo cual podría ser de gran utilidad para las ciencias forenses y la arqueología.

La mala noticia es que eso, si llega, llevará tiempo. Por lo pronto, tendremos que seguir recurriendo a los tintes o las pinzas de depilar. Ni modo.

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miércoles, 20 de abril de 2016

¿Derecho a defraudar?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de abril de 2016

No tengo televisión. Pero oigo el radio diariamente.

Me dedico a la ciencia (específicamente, comunicarla al público no científico), pero es raro que haya programas radiofónicos de ciencia, y ni siquiera secciones dedicadas a ella. Y cuando las hay, suelen estar relegadas al final de las transmisiones, o considerarse un mal necesario (uno de los programas que suelo escuchar –no hay muchas opciones a esa hora– habla a veces de ciencia, pero siempre tomándola como algo ridículo: la sección se titula “ciencia teta”, en el sentido de ñoña, boba, insulsa, risible).

En cambio, constantemente me toca oír programas en los que se desinforma al público, e incluso se pretende estafarlo. No hay programa que no tenga su sección de horóscopos, grafología, eneagrama, parapsicología, medicina naturista, o incluso contacto (y consultas) con ángeles. (En serio: no estoy inventado nada.) En cuestión de embustes, la oferta es amplia.

En general, estas transmisiones se pueden clasificar en cuatro categorías:

1. Las que se ocupan de supuestas disciplinas “científicas” que no son tales, sino supersticiones o supercherías disfrazadas de ciencia: investigación sobre fantasmas, parapsicología, ovnis, horóscopos. Son seudociencias cultivadas por personas con tendencia al pensamiento conspiranoico, y desinforman y engañan al radioescucha al presentar como ciencia algo que no lo es.

2. Las que difunden mensajes que mezclan temas como autosuperación y bienestar, salud y misticismo con lo que los realizadores creen que es ciencia. Presentan un amasijo donde se oyen, en diversas combinaciones, palabras como “mente”, “espíritu”, “positivo”, “vibración”, “energía”, “cuántico” y otras similares. Un ejemplo son las cápsulas de Gaby Vargas en Noticias MVS, donde constantemente promueve autores, libros e ideas que mezclan ciencia con pensamiento mágico-religioso. Su gran problema es que no distingue entre ciencia y charlatanería, y acaba difundiendo casi siempre lo segundo (aunque a veces, muy raramente, casi por azar, llega a hablar de temas realmente científicos).

Los autores de este tipo de mensajes no cuentan con los medios para distinguir la ciencia legítima de sus imitaciones fraudulentas. Leen cualquier libro o artículo en un blog o revista y creen que es tan válido como una publicación especializada en una revista internacional arbitrada (las cuales, por supuesto, están incapacitados para leer, precisamente por su carácter especializado). Si lo que leen coincide con sus convicciones de que la ciencia necesariamente tiene que coincidir con su visión mágico-mística del mundo, inmediatamente lo adoptan y consideran su misión difundirlo entre su numeroso público.

Pero por desagracia, y a diferencia de lo que buscan los gurús de la autoayuda, la ciencia real suele ser antiintuitiva, compleja y contraria a nuestras expectativas. La seudociencia presentada como autosuperación, entonces, desinforma y engaña, pues no es realmente ciencia, sino sólo una imitación que suena bonito.

3. Las que no sólo difunden charlatanerías seudocientíficas, sino que llegan a ofrecer a la venta productos o servicios que se basan en ellas: en supuestos “principios científicos” que en realidad contradicen el conocimiento actual. Aparatos que “ahorran” energía eléctrica con sólo conectarlos a una toma de corriente en el hogar. Fajas “cerámicas” que “producen rayos infrarrojos” (sin una fuente de energía para alimentarse) y combaten el reumatismo. Calcomanías para prevenir el daño que causan las ondas de radio. Etcétera.

4. Y lo más grave: aquellas en las que aparecen vendedores de “tratamientos médicos” que carecen de base científica comprobada: terapias “rejuvenecedoras” con supuestas “células madre” o inyecciones de sangre del propio paciente, pero tratada por el charlatán; suplementos alimenticios de todo tipo que pueden causar daños al hígado y otros órganos; terapias basadas en hierbas, dietas o vitaminas que incitan a pacientes a abandonar tratamientos contra enfermedades graves como cáncer o sida… la lista es aterradora e interminable.

En los dos últimos casos entramos ya en el terreno de la estafa, donde las autoridades como la Cofepris (Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios) o la Profeco (Procuraduría Federal del Consumidor), entre otras, deberían intervenir. Cuando alguien cobra por algo sin poder cumplir lo que promete, estafa a sus clientes. Si la estafa involucra la salud, el asunto es mucho más grave. Lo sorprendente es que muchas compañías que ofrecen precisamente este tipo de estafas se anuncian en programas de radio, sin que haya autoridad alguna que las supervise, controle o sancione.

La Cofepris ya ha combatido, recientemente, la venta y promoción de diversos productos milagro y tratamientos no aprobados médicamente. Y en 2007 la Profeco tomó la medida, aunque tibia, de obligar a todo tipo de “psíquicos y adivinos” a advertir al menos a sus clientes que el servicio que ofrecen es exclusivamente “de entretenimiento” y que “la interpretación y uso de la información proporcionada es responsabilidad exclusiva del consumidor”.

Creo que, aunque la libertad de prensa es vital, difundir información falsa como si fuese verídica, información seudocientífica como si fuese ciencia legítima, y el vender productos o servicios basados en principios imposibles es no sólo defraudar la buena fe del radioescucha, que confía en los medios y la información que difunden, sino caer en abusos que rozan lo delictivo.

¿O usted qué opina?

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miércoles, 13 de abril de 2016

El pionero de la divulgación


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de abril de 2016

Pensaba escribir de otro tema, pero me llegó una triste noticia: ayer martes 12 de abril falleció el doctor Luis Estrada Martínez, una de las personas que más hicieron para desarrollar en México lo que hoy conocemos como divulgación científica.

No podría yo resumir aquí, y menos tan apresuradamente, la trayectoria de Luis, el Doctor Estrada, quien tuvo la amabilidad de permitirme llamarlo su amigo –aunque me considero más bien su discípulo, una especie de “nieto académico”, pues pertenezco a la generación de divulgadores que fuimos adiestrados por los miembros de la generación que él formó. Pero intentaré dar al menos un esbozo. Nació en la Ciudad de México en 1932, y en los años 50 estudió la carrera de física en la Facultad de Ciencias de la UNAM (que por entonces todavía ocupaba el Palacio de Minería, en el Centro). Luego hizo estudios de posgrado en física teórica en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (el famoso MIT).

Al regresar a México, a principios de los 60, comenzó a dar clases de física en la Facultad de Ciencias –labor que continuó durante cinco décadas– y comenzó a buscar formas de llevar la ciencia a públicos más amplios, actividad que por entonces se llevaba a cabo a través de ocasionales ciclos de conferencias y publicaciones. Estrada, junto con otros físicos universitarios, comenzó a formar un grupo dedicado de manera profesional a la divulgación científica. A partir de ese esfuerzo se creó en 1970, dentro de la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, un Departamento de Ciencias, dedicado de lleno a difundir la cultura científica.

En 1968, fundó la revista Física, que más tarde cambiaría su nombre a Naturaleza, y que dirigió hasta conclusión en 1977. Aunque estaba dirigida a más al público universitario que al ciudadano común, fue una revista fundamental que abrió brecha en la divulgación científica mexicana, y un taller donde se formaron muchos de los mejores divulgadores científicos de nuestro país.

En 1977, con apoyo de la Secretaría de Educación Pública (SEP), Estrada fundó el Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia de la UNAM. En 1980 éste se convirtió en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia de la UNAM (CUCC), institución que sería pionera a nivel iberoamericano en el desarrollo –mediante la experimentación y el ensayo razonado, académico– de nuevas y mejores maneras de poner la ciencia al alcance del ciudadano. Estrada fue su director hasta 1989.

El CUCC desarrolló innumerables proyectos: publicaciones, exposiciones, cursos y talleres, ciclos de conferencias, programas de radio y otros. Pero quizá lo más importante es que fue un sitio donde se formó toda una generación de divulgadores que tomaron esta labor como una profesión de tiempo completo. Luis Estrada fue, en este sentido uno de los fundadores de la moderna profesión de comunicador de la ciencia en México. Como me comentara ayer el doctor Antonio Lazcano, de la Facultad de Ciencias de la UNAM, él mismo un entusiasta divulgador: “todos quienes nos dedicamos a la divulgación científica en México le debemos algo a Luis”.

En 1974 Estrada fue el primer mexicano en ganar el Premio Kalinga, otorgado por la UNESCO: el Nobel de la divulgación científica en el mundo (posteriormente lo han recibido otros tres mexicanos, dos de ellos merecidamente: los doctores Jorge Flores Valdés y Julieta Fierro, grandes divulgadores.) Estrada fue también, en 1986, uno de los fundadores de la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (Somedicyt), otra de las instituciones que más han hecho para promover la divulgación científica en el país. De 1998 a 2007 fue presidente del Seminario de Cultura Mexicana.

Por desgracia, en 1997 el fallido rector Barnés tomó la pésima decisión de convertir al CUCC en Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC), a partir de una visión de la divulgación científica como una mera herramienta de comunicación y promoción institucional, y no como lo que en realidad es: una labor humanística de difusión de una parte vital de la cultura humana: la cultura científica. Esto ha limitado el desarrollo académico de la institución; muchos discípulos de Estrada seguimos convencidos de que, tarde o temprano, la DGDC tendrá que volver a convertirse en una dependencia académica, no meramente de servicio, como se la considera oficialmente (aunque internamente nunca haya dejado de realizar labores académicas como la enseñanza, la difusión de la cultura y, en cierta medida, la investigación).

Luis Estrada es ampliamente reconocido como uno de los pioneros y decano de la labor de divulgación científica en México y Latinoamérica, y como defensor de la visión profunda, académica y cultural de la también llamada “comunicación pública de la ciencia”. Fue además un ser humano excepcional: cultísimo, noble, creativo y generoso, que trabajó siempre para formar divulgadores profesionales y desarrollar proyectos que promovieran la cultura científica de los mexicanos.

Con su muerte, la comunidad de divulgadores pierde a uno de sus elementos más valiosos, y a un líder que desde la tranquilidad de su despacho –nunca desde el pedestal o la tribuna– fue siempre un mentor que ayudó a orientar el desarrollo de la divulgación científica en México.

Se le extrañará siempre como amigo, y nos hará siempre mucha falta su visión profunda e inteligente.


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miércoles, 6 de abril de 2016

Contingencia y complejidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de abril de 2016

Los habitantes de la Ciudad de México estamos viviendo una doble crisis: ambiental y de transporte. O más bien, la hemos vivido durante décadas; pero ahora pareciera que la crisis misma hace crisis.

Como automovilistas vemos limitado el uso del auto que religiosamente verificamos dos veces al año, y tememos la amenaza de que la “medida de emergencia” que amplía el programa “Hoy no circula” a todos los autos, y que se anuncia insistentemente como “temporal”, pudiera extenderse de manera indefinida. Y como peatones vemos al ya de por si deficiente e insuficiente transporte público atestarse todavía más.

Hay mucha ciencia detrás de la doble crisis de la Ciudad de México. La fisicoquímica de los motores de combustión interna, que nos explica cómo el quemar derivados de petróleo para producir movimiento mecánico genera gases de desecho contaminantes (óxidos de nitrógeno y de azufre, monóxido y dióxido de carbono, y diversos compuestos orgánicos volátiles como benceno o tolueno). Las ciencias médicas, que nos dan cuenta de cómo estos compuestos, al ser aspirados, dañan la salud, en especial la respiratoria.

La química atmosférica, que nos muestra que estos compuestos reaccionan, gracias a la energía del sol, con el oxígeno atmosférico para generar el llamado esmog fotoquímico, cuyo producto más importante es el ozono: variante del oxígeno formada por tres átomos y de gran poder oxidante. Por eso respirarlo es tan dañino.

La simple química atmosférica ya es un problema complejísimo: entender las múltiples reacciones que ocurren simultáneamente, y tomar en cuenta la gran cantidad de variables que las afectan (concentración de cada gas; distribución geográfica de los mismos en la ciudad; variación según la hora del día, el día de la semana) hace que entender y predecir la dinámica de los contaminantes sea una tarea casi imposible.

Y si añadimos que la dinámica atmosférica está además influida por el clima (vientos, variaciones climáticas regulares, como las estaciones del año, y sobre todo las anómalas, como las inversiones térmicas, los fenómenos del El niño y La niña, el calentamiento global y otros), el problema se antoja imposible de abordar.

Pero hay más: debemos también tomar en cuenta la dinámica del tráfico, cómo se mueven los autos y cómo los afectan factores como el diseño y estado de las calles, los semáforos y topes y los ubicuos tramos en reparación. Y no olvidemos los factores humanos como el cuidado que cada automovilista le da a su motor, o nuestro hábito de usar la corrupción para no cumplir con los reglamentos de control de emisiones vehiculares.

Todos estos son factores que podrían estudiarse científicamente. Y se están estudiando, aunque con resultados poco claros, porque no se cuenta con suficientes datos de suficiente calidad, y porque el análisis de esos datos, aunque se tuvieran, resulta enormemente complejo.

Pero en estos días el factor más importante que influye en estos problemas parecen ser las decisiones gubernamentales. Extender el Hoy no Circula, que según múltiples estudios de diversos tipos, parece ser una medida más bien inútil y con un alto costo social. Imponer un reglamento de tránsito con límites de velocidad más bajos, en un afán de salvar vidas que probablemente perjudica el flujo vehicular y hace aumentar la contaminación (lo cual obliga a hacer un doloroso balance costo/beneficio: ¿cuántos atropellados menos al costo de cuántos enfermos respiratorios más?). Las políticas de décadas que no mejoran sustancialmente el transporte público, pero sí fomentan construir más nuevas vías para el tránsito particular, y no impulsan decididamente las nuevas tecnologías.

Sí: la ciencia podría ayudar a entender mejor nuestros problemas de transporte y contaminación. Pero también podría ayudar a planear racionalmente una reorganización total de nuestro sistema de transporte. Sólo que para ello se necesitaría voluntad política. Y mucha. Para invertir los recursos para generar los datos necesarios, para recurrir a los expertos capacitados, y sobre todo para escuchar y tomar en cuenta sus conclusiones y recomendaciones. Y tendría que ser un proceso a mediano plazo, no una medida que se tome de un día para otro. Se dejó pasar demasiado tiempo como para querer resolver todo de un solo golpe.

En noviembre pasado la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) inauguró el nuevo edificio de su Centro de Ciencias de la Complejidad (C3), que estará dedicado a estudiar “sistemas en donde los elementos que los constituyen interactúan entre sí de manera tan complicada que es imposible describir el comportamiento del sistema en términos del comportamiento simple de sus elementos”. Propongo que el C3 adopte a la Ciudad de México como un sistema hipercomplejo para estudiarlo, y quizá un día sugerir soluciones confiables para estos problemas de contaminación y transporte que hoy parecen intratables.

O quizá la solución sea más sencilla, y haya que retomar las viejas propuestas de abrir una brecha en las montañas para facilitar el paso del aire, o construir, como quería el ingeniero Heberto Castillo, ventiladores gigantes para expulsar los contaminantes fuera de la ciudad. Lo que sí es un hecho es que el Hoy no Circula no es más que una medida de emergencia tomada sin muchas bases y cuya eficacia es muy dudosa.

¿Y usted, hoy circula?


*Nota: no quise dejar de incluir aquí algunas referencias a trabajos de investigación sobre la contaminación en la ciudad de México, para quien esté interesado en profundizar: Carlos Chavez-Baezaa, Claudia Sheinbaum-Pardob, "Sustainable passenger road transport scenarios to reduce fuel consumption, air pollutants and GHG (greenhouse gas) emissions in the Mexico City Metropolitan Area", Energy, Volume 66, 1 March 2014, Pages 624–634; Lucas W. Davis, "The Effect of Driving Restrictions on Air Quality in Mexico City", Journal of Political Economy, Vol. 116, No. 1 (February 2008), pp. 38-81; W. Luis Mochán, "Contingencia", La Unión de Morelos, lunes 28 de marzo de 2016, Págs. 26 y 27; Héctor G. Riveros Rotgé, "Análisis del programa 'HOY NO CIRCULA'", Ciencia (Academia Mexicana de Ciencias),  volumen 60, número 1, enero-marzo 2009.

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