domingo, 30 de octubre de 2016

Apoyos fructíferos


Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de octubre de 2016

Semana Nacional de la Ciencia
y la Tecnología en el
zócalo de la Cd. Mx
Aunque la relación entre ciencia, tecnología y sociedad no es tan simple y directa como a veces se dice, no hay duda de que los países más ricos y con mejor nivel de vida son aquellos que apoyan decididamente la investigación científica básica y aplicada, así como el desarrollo tecnológico que pueda traducirse en patentes que generen nuevas industrias y, con ello, empleos y una mejor economía.

Una parte de la ecuación que hace a un país desarrollado es un decidido apoyo, en forma de inversión, a la ciencia y la tecnología. Algo que en nuestro México probablemente va a seguir escaseando, pues el panorama para la inversión en este rubro en 2017 indica que habrá recortes con efectos muy severos en el desarrollo de proyectos de investigación, como ya se comentó en este espacio.

Pero hay otro componente de la ecuación del desarrollo científico-tecnológico-industrial–económico que debe tomarse en cuenta: la percepción que tienen los ciudadanos de un país –incluyendo a sus gobernantes– respecto a la ciencia y la tecnología. Y es aquí donde el sistema educativo y los medios de comunicación pueden tener una gran influencia.

Es por esto que desde hace décadas, la comunidad de divulgadores científicos ha trabajado para, entre otras cosas, construir en nuestros ciudadanos una cultura científica, acercando la ciencia y la tecnología de forma accesible y atractiva al público amplio, a través de los más diversos medios y en todos los espacios posibles.

En sus primeros años fue labor heroica, pues los divulgadores no recibían una paga y trabajaban incluso a contracorriente, enfrentando los prejuicios de quienes despreciaban esta labor. Más adelante comenzó a haber nichos donde la divulgación científica podía ejercerse de manera más profesional… y remunerada. Surgieron revistas, museos y exposiciones, programas de radio y TV, talleres, ferias de ciencia… Pero se seguía trabajando con apoyo escaso.

Desde hace pocos años, afortunadamente, el relevo generacional y la labor continuada han logrado que instituciones como el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) hayan comenzado a apoyar la labor de la comunidad de divulgadores científicos de México. En 2012 se publicó la primera Convocatoria de Apoyo a Proyectos de Comunicación Pública de la Ciencia, que desde entonces cada año proporciona recursos (que van desde 500 mil hasta 3 millones 500 mil pesos) para financiar buenos proyectos de divulgación científica en todo el país. En estos cinco años, según datos del propio Conacyt, se han recibido más de 900 solicitudes, de las cuales se han apoyado 105, por un total de casi 100 millones de pesos.

¿El resultado? Exposiciones, videos, programas de radio, revistas, libros, productos para internet o para planetarios, proyectos comunitarios… una diversidad de productos, además de la capacitación de personal y la apertura de nuevos espacios. Y por segunda vez, el Conacyt organizó este año un Congreso Nacional de Comunicación Pública de la Ciencia –al que tuve el privilegio de asistir, en la ciudad de Campeche– en el que los receptores de estos recursos, es decir, los realizadores de estos proyectos, pudieron reunirse para exponer logros y productos, compartir experiencias y discutir con diversos expertos en el campo.

Pero eso no es todo: el Conacyt también ha realizado, ya durante cuatro años, un Simposio Iberoamericano de Periodismo de Ciencia, Tecnología e Innovación, donde ha reunido a la comunidad de periodistas científicos del país para permitirles convivir, discutir y colaborar. Entre otras cosas, esto ha catalizado la formación de la Red Nacional de Periodistas de Ciencia, creada en 2015. Asimismo, ha lanzado, con buenos resultados, un Premio Nacional de Periodismo de Ciencia, Tecnología e Innovación.

El Conacyt también creó, en 2012, el Índice de Revistas Mexicanas de Divulgación Científica y Tecnológica, para avalar la calidad y ayudar a la profesionalización de las 19 publicaciones que actualmente incluye. Los editores de éstas se han reunido también, a invitación del Conacyt, en un simposio para compartir experiencias y sumar esfuerzos. Finalmente, el Consejo realiza también anualmente un Festival Internacional de Planetarios, para apoyar la red de Planetarios del país, que tienen una gran tradición de realizar actividades de divulgación científica.

Con estos esfuerzos el Conacyt apoya, además de los varios proyectos propios de divulgación científica que tiene –entre los que destacan  la revista Ciencia y desarrollo, que publica desde su creación, en 1970, y la Semana Nacional de la Ciencia y la Tecnología, que se realiza desde 1994–, a quienes realizan proyectos de divulgación científica en toda la República.

Un esfuerzo valioso, muy fructífero –como pude apreciar en el Simposio de Campeche– y que constituye el inicio de una verdadera política pública en materia de comunicación de la ciencia.
Ojalá que estos apoyos, que le dan a nuestra sociedad la oportunidad de construir una cultura científica, y con ella, un futuro menos ominoso, puedan mantenerse a pesar de crisis y recortes presupuestales. No se necesita tanto dinero, pero sí el suficiente. Y, sobre todo, voluntad política.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

domingo, 23 de octubre de 2016

Cerebro y conciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de octubre de 2016

A la memoria de Luis González de Alba,
maestro divulgador de la ciencia

A Luis González de Alba lo apasionaba la ciencia, pero muy especialmente la física. Durante décadas escribió artículos y libros sobre los temas que hallaba fascinantes: relatividad, física cuántica, cosmología.

Y tenía el talento de lograr que nos fascinaran también a sus lectores. Su delicioso volumen El burro de Sancho y el gato de Schrödinger (Paidós, 2000, republicado por Cal y Arena en 2010 con el menos atractivo título de Maravillas y misterios de la física cuántica) es una clara y muy recomendable muestra.

Otro tema que también le encantaba era el estudio del cerebro humano, y en particular el llamado “problema fuerte de la conciencia”: explicar cómo es que ese kilo y medio de sesos que tenemos dentro del cráneo logra no sólo dar origen a la mente –es decir, a los procesos cognitivos que nos permiten percibir el mundo que nos rodea, interpretarlo y darle sentido para tomar decisiones que nos ayuden a sobrevivir en él–, sino también al sentido subjetivo del yo; a la conciencia. Si la mente es aquello con lo que pensamos, la conciencia es aquello con lo que nos damos cuenta de que pensamos.

Las respuestas al problema de la conciencia tienen una larga historia. Una de las más antiguas y simples es el dualismo, que propone que el yo es en realidad un espíritu inmaterial, un “alma”, que anima al cuerpo al habitarlo. René Descartes, en el siglo XVII, adoptó tal postura y postuló que el sitio a través del cual alma y cuerpo se comunicaban era la glándula pineal (cuya función, hoy sabemos, es secretar la hormona melatonina, que regula los ciclos circadianos que controlan nuestros ritmos de sueño y vigilia).

Sin embargo, la respuesta dualista al problema de la conciencia no resulta satisfactoria. Primero, porque es una explicación sobrenatural que no puede ser puesta a prueba. Segundo, porque realmente no explica nada (¿cómo funciona, de qué está hecho, cómo interactúa ese espíritu con la materia que forma al cuerpo?). Y en tercer lugar, porque la influencia de sustancias químicas como las drogas y el alcohol, que son materia, en el funcionamiento de la conciencia, y el efecto de enfermedades como el mal de Alzheimer y de alteraciones cerebrales diversas, que llegan a destruir o alterar severamente el yo, son evidencia de que sin cerebro no hay conciencia: el “alma” es producto del cerebro (el neurólogo Oliver Sacks, en su maravilloso libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de 1985, proporciona abundantes casos que lo muestran claramente).

El reto es, entonces, explicar de forma natural cómo nuestra sensación de individualidad, nuestro yo, que es lo que nos permite darnos cuenta, con Descartes, de que “pienso, luego existo”, puede surgir del funcionamiento de ese conjunto de 86 mil millones de neuronas conectadas mediante 5 mil ¡billones! de sinapsis. La respuesta no puede ser de un materialismo burdo: decir, por ejemplo, que la mente es sólo átomos (como llegara a afirmar Francis Crick en su libro The astonishing hypothesis (traducido al español como La búsqueda científica del alma, Debate, 1994).

Y ocurre que las respuestas más actuales vienen esencialmente de dos bandos. Uno es el de los físicos, que piensan que debe haber algún tipo de fenómeno desconocido subyacente al funcionamiento cerebral y que explique cómo surge ese fenómeno único que es la conciencia humana. Su principal representante es el famoso físico y matemático inglés Roger Penrose, quien propone en su libro Las sombras de la mente (Crítica, 1992), que la proteína tubulina, que forma los microtúbulos que dan forma a las neuronas, puede presentar transiciones cuánticas que darían origen a la conciencia. Según Penrose, la materia daría origen a la mente y al yo a través de procesos cuánticos “no computables”, es decir, imposibles de reproducir en una computadora, que le permitirían conectar con el mundo platónico de las ideas (lo cual explicaría las asombrosas habilidades de los genios matemáticos que logran captar verdades matemáticas de un solo vistazo).

Los tres mundos propuestos
 por Roger Penrose, conectados
a través de fenómenos cuánticos
Los físicos quieren así encontrar una explicación física (aunque, al menos en la versión de Penrose, también en parte metafísica) para la conciencia. El otro bando, predeciblemente, parte de la biología (biólogos, en particular neurobiólogos, junto con neurofilósofos). Y, también predeciblemente, su explicación es de tipo darwiniano: la mente debe ser producto de un proceso de evolución por selección natural. Quizá quien haya producido el intento más detallado y completo de cómo podría ser una explicación así sea el filósofo estadounidense Daniel Dennett, quien a lo largo de décadas ha desarrollado un modelo (que expuso en su libro La conciencia explicada, Paidós, 1995) que postula que el hardware cerebral es la base material sobre la que se ejecutan múltiples procesos mentales, en numerosísimos niveles, que dan como resultado esa sensación subjetiva de “ser” que llamamos conciencia. Para Dennett el yo sería, entonces, un fenómeno virtual no muy distinto de las realidades virtuales con las que interactuamos cada vez con más frecuencia gracias a la tecnología digital. Sólo que mucho, mucho más complejo. Y, por cierto, nada impediría que, al menos en teoría, tal proceso pudiera ser reproducido en una computadora lo suficientemente avanzada: según Dennett, algún día podríamos tener “conciencias artificiales”.

A González de Alba, con su gusto por la física, la explicación dennetiana le parecía poco convincente y quizá aburrida; le seducía mucho más la propuesta de Penrose, que es más impresionante y deslumbrante… pero, en mi opinión y la de muchos, innecesaria. ¿Para qué invocar misteriosos fenómenos cuánticos y mundos platónicos para algo que puede explicarse con evolución y neurología?

Ambas propuestas son buena ciencia, y sólo la investigación continuada irá discriminando cuál vía de explicación es la mejor. Ambas valen la pena de ser conocidas. Lo importante, y eso es lo que lograba Luis, y lo que seguiremos intentando en este espacio, es compartir la visión del mundo que nos ofrece la ciencia, y la intensa fascinación que nos puede producir.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 19 de octubre de 2016

¿Otra vez recorte a la ciencia?

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de octubre de 2016

Durante su campaña por la presidencia, en junio de 2012, el candidato Enrique Peña Nieto envió un correo a cada uno de los miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), donde les ofrecía, si ganaba, “invertir, al menos, el 1% del producto interno bruto (PIB) en ciencia y tecnología”.

Tres años después, ya como presidente, durante la entrega de los Premios de Investigación de la Academia Mexicana de Ciencias, en abril de 2015, Peña Nieto presumió de que durante su gobierno la inversión en ciencia y tecnología había crecido “36% en términos reales”, llegando al 0.54 del PIB. Y reiteró públicamente su compromiso de que dicha inversión llegara al 1% al final de su sexenio. Se dio el lujo de añadir que “La ciencia, la tecnología y la innovación son las luces que alumbran el destino de México”.

No le faltaba razón: hay una cadena directa que lleva de la ciencia y la tecnología a la industria, y de ésta a un mayor nivel económico y de vida. La investigación científica básica produce conocimiento confiable sobre la naturaleza, y la aplicada usa ese conocimiento para solucionar problemas concretos. Por su parte, la investigación y el desarrollo tecnológicos transforman estos conocimientos y aplicaciones en bienes de consumo o servicio que luego, a través de la innovación, pueden ser patentados y transferidos a la industria, para que ésta a su vez produzca riqueza y empleo, lo cual eleva el nivel económico y de vida de los países. Los países con ciencia, tecnología e industria propia son los países prósperos en el mundo.

Pero, como siempre ocurre, las promesas políticas se hacen para ganar elecciones, y cuando se topan con la realidad suelen saltar en pedazos. Nadie podía prever la enorme crisis petrolera y económica que afecta al mundo. (Sí podíamos, en cambio, haber previsto que nuestra economía, todavía dependiente en gran medida del petróleo, debía haberse transformado hacia el uso de energías renovables, transformación que podría haberse apoyado en la ciencia y tecnología nacionales. En fin.) El caso es que 2017 será un año de recortes presupuestales.

Y la mala, pésima noticia, es que el peor recorte amenaza con ser –otra vez– el que le toque al rubro de ciencia y tecnología. Durante las próximas semanas el Congreso de la Unión discutirá y en su caso aprobará el Presupuesto de Egresos de la Federación para el año entrante. En el proyecto presentado el recorte promedio es del 10%. Pero en ciencia y tecnología es de 23%.

Es grave el daño que un recorte así podría causar al sistema científico-tecnológico nacional, y a su todavía incipiente vinculación con la industria. Peor aún: queda claro que el valor de la ciencia y la tecnología sólo existe en el discurso de los políticos; en la práctica las siguen considerando algo así como lujos innecesarios.

Como ciudadanos, podemos hacer saber a nuestros legisladores que valoramos la ciencia y no queremos que se la mutile o sacrifique; ya varios representantes de la comunidad científica han propuesto públicamente que el inevitable recorte sea de sólo 10%. La Red Mexicana de Periodistas de Ciencia ha propuesto el hashtag #SileCortasalaCiencia para defender en redes sociales el presupuesto en ciencia, así como una petición en Change.org. Ojalá se sume usted a firmarla, y a usar el hashtag para dar argumentos que muestren por qué cortarle a la ciencia es cortar, como dijera Peña Nieto, el futuro de México.

Aviso: “La ciencia por gusto” se muda a los domingos a partir del próximo, tanto en Milenio Diario como en este blog. ¡Allá nos leemos!

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 12 de octubre de 2016

Los Nobel y los claroscuros de la ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de octubre de 2016

La semana pasada, como cada octubre, se entregaron los premios Nobel de ciencias naturales. Y como cada año, fueron noticia.

El de fisiología o medicina lo recibió el biólogo celular japonés Yoshinori Ohsumi “por sus descubrimientos sobre los mecanismos de la autofagia”, el proceso mediante en que las células “se devoran a sí mismas”, o al menos a parte de sus componentes, para reciclarlos y mantenerse sanas. El de física lo recibieron David J. Thouless, J. Michael Kosterlitz y F. Duncan M. Haldane, escoceses los dos primeros e inglés el tercero, “por sus descubrimientos de los cambios topológicos de fase y las fases topológicas de la materia”. Es decir, por aplicar la topología, rama de las matemáticas que estudia las deformaciones, para entender los cambios en las propiedades de la materia cuando pasa a estados extravagantes como los que se presentan en los materiales superconductores, los superfluidos o las películas magnéticas delgadas.

Y el de química lo recibieron el francés Jean-Pierre Sauvage, el escocés J. Fraser Stoddart y el holandés Bernard L. Feringa “por el diseño y síntesis de máquinas moleculares”, pues han logrado construir pequeñas “nanomáquinas” consistentes en palancas, engranes e incluso motores del tamaño de moléculas de movimiento controlado, y que quizá algún día permitan fabricar nanorrobots para, por ejemplo, curar enfermedades desde dentro del cuerpo humano (Feringa logró incluso fabricar un minúsculo “nanocoche” de cuatro ruedas de que efectivamente puede rodar rudimentariamente).

Pero este año el prestigio de los Nobel, o al menos del de fisiología o medicina, recibió un duro golpe unas semanas antes del anuncio de los galardones. El Instituto Karolinska, que otorga cada año este premio, fue acusado de haber contratado en 2010 al médico italiano Paolo Macchiarini a pesar de varias acusaciones en su contra por mala praxis científica. Macchiarini era famoso por ser pionero en una técnica novedosa para hacer trasplantes de tráqueas “sembradas” con células madre del paciente receptor, para reducir el riesgo de rechazo. En el Karolinska iba a explorar el uso de tráqueas sintéticas igualmente sembradas con células madre.

Paolo Macchiarini
Macchiarini era acusado de haber realizado malas prácticas científicas en sus cirugías, que habían conducido a la muerte de algunos de los pacientes que habían recibido trasplantes de manera quizá innecesaria, lo que podría llevarlo a ser acusado de homicidio involuntario, así como de haber inflado su currículum para ser contratado. Además, la revista Vanity Fair dio a conocer un escándalo en el que enamoró y ofreció casarse con una periodista que lo entrevistó para un documental de televisión, al grado de prometerle que la misa la oficiaría el Papa… todo lo cual resultó un engaño (para colmo, resultó que Macchiarini, que por lo visto es un mentiroso crónico, estaba ya casado).

Por su parte, el Karolinska desoyó las acusaciones contra Macchiarini, no siguió los protocolos adecuados para investigar posibles casos de mala praxis científica y evadió varios de los requisitos de control de calidad para recontratarlo en 2013 y 2015. El estallar en los medios el caso, la reputación del Karolinska ha quedado dañada al grado de que todos los miembros de su comité directivo tuvieron que renunciar, así como dos de los participantes en su Comité Nobel, y se llegó a proponer que la entrega del premio de medicina se suspendiera por dos años, para entregar el dinero correspondiente a las familias de los pacientes fallecidos.

Hay quien aprovechará la situación para atacar la credibilidad de los Nobel y de la ciencia misma, alegando que está plagada de corrupción y vicios. Cierto: la ciencia mundial enfrenta crisis relacionadas con su confiabilidad; la falta de incentivos para reproducir experimentos y verificar que sus resultados sean confiables, las presiones políticas y económicas que dificultan el control de calidad de la investigación, la crisis de las revistas científicas arbitradas que en gran parte llevan a cabo este control, y otros problemas. Aunado a eso, en ciencia siempre han existido, como en toda actividad humana, ocasionales casos de abierta deshonestidad, (como ocurre con la falsificación de datos) y de mala práctica (lo que popularmente se conoce como “mala ciencia” o bad science, que es lo que parece ser el caso de Macchiarini).

Pero se trata de problemas minoritarios, no de la generalidad. La ciencia cuenta con mecanismos de control y autocorrección que siguen funcionando, por más que enfrenten problemas y tengan que adaptarse a los nuevos tiempos. De hecho, si la ciencia se volviera generalmente deshonesta, simplemente dejaría de funcionar.

Descalificar a la ciencia en general, o a los premios científicos más prestigiosos que se otorgan en el mundo, es injusto. El propio Instituto Karolinska ha tomado ya las medidas necesarias para corregir sus errores y garantizar que no vuelvan a repetirse. En todo caso, el que estos escándalos salgan a la luz es señal de que la comunidad científica como un todo sigue alerta para conservar su credibilidad y mantener la calidad de su trabajo y la confiabilidad de sus resultados.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 5 de octubre de 2016

Luis González de Alba

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de octubre de 2016

Estoy de luto. La muerte de Luis González de Alba, por más que haya sido “una muerte elegida” (Aguilar Camín dixit), me entristece.

En medio de todo lo que se está escribiendo sobre él, quisiera hablar del González de Alba divulgador. El que vivía fascinado por entender los descubrimientos científicos y la imagen del universo que nos revelan, y que por décadas se dedicó incesantemente a compartirlos con sus lectores en los medios donde colaboró.

Admiré su labor como divulgador científico desde que, gracias a un queridísimo amigo, comencé a leerlo ocasionalmente en las páginas de La Jornada, en su columna “La ciencia en la calle”, y más tarde en su libro La ciencia, la calle y otras mentiras, de 1989, que tanto disfruté por su seductora mezcla de ciencia, historia, cultura e inteligencia.

Con los años conocí muchas otras facetas de González de Alba, como activista gay, ex–líder del 68, novelista e intelectual. Comencé a leer y disfrutar sus novelas, especialmente Agapi mu (1993). Descubrí sus libros de poemas y de cuentos, como El vino de los bravos (1981), y sus intentos por combatir la homofobia y promover los derechos de las minorías sexuales a través de vías como su legendario bar gay El Taller, donde se impartían conferencias semanales de información y concientización; sus ensayos –basados en ciencia pero también en un firme conocimiento de la Biblia y sobre todo en su agudo sentido común y de la justicia– donde refutaba las mentiras que sustentan los prejuicios religiosos contra los homosexuales, o su valioso libro Bases biológicas de la bisexualidad, que recopilaba información científica sólida sobre la presencia del “antinatural” comportamiento homosexual en todo tipo de especies animales (y que años más tarde se convertiría en La orientación sexual: reflexiones sobre la bisexualidad originaria y la homosexualidad, publicado por Paidós en 2003, y del cual tuve el honor de ser revisor técnico y más tarde presentador).

Al mismo tiempo, seguí siendo lector, cada vez más asiduo, de sus columnas semanales de ciencia, ya para entonces en El Financiero y más tarde en Milenio Diario, y de sus libros de divulgación científica, como Los derechos de los malos y la angustia de Kepler El burro de Sancho y el gato de Schrödinger (después reeditado como Maravillas y misterios de la física cuántica), que a pesar de algunas leves carencias en cuanto a exactitud científica, muestra un fascinante y delicioso panorama de la historia y la imagen actual de la física.

Rara vez tuve la oportunidad de verlo en persona. Menos aún de platicar con él (aunque en algún momento tuvimos breves conversaciones por correo electrónico o en Facebook). Cuando le pregunté públicamente por qué había decidido dedicarse –entre sus tantas ocupaciones– a la divulgación científica, respondió que era porque no tenía con quién platicar, tomando café, de temas científicos. Qué ironía… ¡Lo que yo hubiera dado por ser ese interlocutor! Nunca pensé tener el privilegio de escribir en el mismo diario que él.

González de Alba fue siempre un ejemplo y un maestro para mí en el arte de comunicar la ciencia con entusiasmo y claridad. Desde hace años uso en los cursos que imparto varios de sus excelentes textos, como muestra de lo que la inteligencia, la cultura, la emoción sincera y la creatividad pueden lograr al redactar textos de divulgación científica. Su labor como divulgador la realizó sin apoyo de nadie, con sus propios medios, alejado de las instituciones y del gremio de los divulgadores profesionales. Bajo sus propias reglas. Y llegó a ser uno de los divulgadores más reconocidos e influyentes del país.

González de Alba era –al menos en sus textos y las redes sociales– una persona difícil, de opiniones vehementes, tajantes, pero siempre fundadas en datos firmes y argumentos difíciles de refutar. No coincidí con muchas de sus posturas políticas: creo que a fuerza de ser el más riguroso crítico de la izquierda, acabó a veces dando armas a la derecha. Tampoco con algunas de sus posturas científicas: su admiración por las teorías sobre la conciencia de Roger Penrose, basadas en la física, tan limitadas y ramplonas comparadas con las centradas en las neurociencias y la evolución, como las de Daniel Dennett y otros. Y no considero a priori que la opción del suicido sea una medalla para él, aunque desconozco y respeto los motivos personales que lo orillaron a ello. Pero reconozco su enorme tesón y su valor para mantener, hasta el final, su independencia, su libertad y su coherencia intelectual.

Hasta siempre, Luis. ¡Te debemos tanto aquellos que nos beneficiamos de tus luchas y afanes! Y, como lectores, te echaremos mucho de menos cada semana.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!