domingo, 15 de octubre de 2017

El Estado Laico, bajo ataque


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de octubre  de 2017

Aunque muchos pesimistas profesionales se nieguen a reconocerlo, es un hecho que la humanidad progresa.

Parte de sus avances se los debemos a la ciencia (y su ahijada, la tecnología). La prensa de tipos móviles, las vacunas y antibióticos, los transportes y las telecomunicaciones, la computación, internet y todos sus derivados… todo ello ha contribuido a mejorar el nivel de vida y la posibilidades de desarrollo de una fracción cada vez más grande de la humanidad. Basta considerar que la tasa de mortalidad promedio a nivel global descendió de 800 a menos de 100 por cada 100 mil habitantes entre 1900 y el año 2000, mientras que la esperanza de vida subió de 50 a más de 75 años en el mismo periodo.

Pero otra parte del progreso se debe a avances humanísticos, filosóficos y jurídicos: hasta hace no poco la esclavitud, el racismo, la discriminación por orientación sexual o por minusvalía, y el maltrato y restricción de derechos a las mujeres (¡la mitad de la población humana!) eran vistas como algo normal, natural o hasta benéfico y necesario. Hoy, aunque siguen ocurriendo, han disminuido notoriamente y son ya indefendibles.

Y hay que decir que la ciencia ha jugado también su parte en estos logros, al mostrar que la idea de que existen razas humanas, o de que hay diferencias en las capacidades entre los sexos, o de que las orientaciones no heterosexuales son enfermedades, carecen totalmente de sustento. (Y los desarrollos tecnológicos también han jugado su parte en estos avances: desde la imprenta hasta las computadoras, internet y las redes sociales, han colaborado a que el conocimiento y la educación, la discusión democrática, la rendición de cuentas, la denuncia de injusticias y la organización de movimientos en defensa de los derechos humanos estén al alcance de un número cada vez mayor de ciudadanos en el mundo.)

Entre los avances sociales más importantes que la humanidad ha logrado está reconocer que no puede haber Estados modernos y justos donde no haya democracia, libertades ciudadanas y acceso a los derechos humanos fundamentales. Y parte importantísima de eso es que haya una separación entre Iglesia y Estado: un Estado moderno tiene que ser un Estado Laico. En parte porque sólo dejando a las creencias religiosas fuera del ámbito de gobierno pueden evitarse injusticias que beneficien a quienes profesan alguna religión por encima de quienes tienen creencias distintas, o a quienes no las tienen. Pero también porque muchas de estas creencias, que al aplicarse al ámbito público afectan la vida de las personas, carecen de sustento más allá del dogma: no sirven para resolver problemas reales, ni como sustento para tomar decisiones en beneficio público. Es por eso que en todas las sociedades modernas, incluyendo la mexicana, la ley privilegia el conocimiento científico, basado en evidencia confiable, como base para tomar las decisiones que afectan y regulan la convivencia social.

En México, esta lucha se dio al menos desde 1859, con la Guerra y las Leyes de Reforma, que entre otras cosas garantizaron precisamente la separación iglesia-estado, la no injerencia de la religión en asuntos de gobierno, y derechos tan fundamentales como la libertad de cultos o el matrimonio civil. Hoy la lucha por extender los derechos humanos de los ciudadanos ha dado como resultado que, en al menos algunas partes del país, derechos como la interrupción voluntaria del embarazo, el matrimonio igualitario o la no discriminación por orientación sexual, identidad de género o discapacidad sean realidades que nos ayudan a ser una sociedad más humana y más justa.

Sin embargo actualmente, en vísperas de las elecciones de 2018, vivimos un resurgimiento de la injerencia religiosa en política que busca vulnerar al Estado Laico y reducir los derechos ciudadanos. Dos preocupantes casos se han presentando en las semanas recientes.

Uno es el del gobernador de Nuevo León y aspirante a candidato independiente a la presidencia Jaime Rodríguez Calderón, “el Bronco”, quien se han caracterizado por hacer alarde de sus creencias religiosas en actos de gobierno, y que ha declarado públicamente que los recientes terremotos que asolaron a nuestro país, junto con otros desastres, eran consecuencia de que “hemos sido demasiado liberales en el tema de la fe”.

El segundo caso es mucho peor: la diputada Norma Edith Martínez Guzmán, del Partido Encuentro Social –un partido religioso cuya misión principal es tratar de introducir las creencias de la religión evangélica pentecostal en la legislación mexicana. La señora ya se había hecho famosa en noviembre de 2016 por sus ridículas declaraciones en contra del matrimonio igualitario, donde argumentó que si se aprobaba “después veremos a la gente casarse con delfines o laptops”. En esta ocasión logró presentar –en un madruguete que aprovechó la distracción causada por los sismos– una iniciativa que busca modificar la Ley General de Salud para introducir la “objeción de conciencia”, con el fin de que los trabajadores de la salud –entre los que incluye no sólo a médicos y enfermeras, sino a pasantes, técnicos de laboratorio y hasta camilleros– puedan negarse, con base en sus creencias religiosas, a prestar atención médica a los pacientes que la requieran. Lo peor es que ¡la propuesta fue aprobada por una mayoría de 313 votos a favor! (frente a 105 en contra y 26 abstenciones).

Es un asunto grave: la propuesta permitiría no sólo negar la atención a mujeres que deseen interrumpir su embarazo en aquellas entidades y bajo las condiciones en las que tienen derecho a ello: también podrían permitir al personal negarse a efectuar transfusiones o trasplantes –que los creyentes evangélicos y de otras denominaciones cristianas no aceptan–, así como oponerse a la anticoncepción, la eutanasia, la investigación con células madre y los tratamientos a pacientes con enfermedades de transmisión sexual.

Esta iniciativa muestra claramente el daño que las creencias religiosas causan cuando se introducen al ámbito público. Urge que el Senado, al revisarla, la rechace. Pero más allá de eso, urge que los ciudadanos exijamos a políticos, legisladores y gobernantes que respeten y hagan respetar el Estado Laico y la separación Estado-Iglesia.

Eso, o tendremos que cambiar el nombre del Paseo de la Reforma a “Paseo del Estado Confesional”.


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Contacto: mbonfil@unam.mx

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